Es la una del mediodía
A las cuatro llegará Amelia cocinando su eterna sopita de
lágrimas. Spiter Herz spiter. Más tarde,
corazón, más tarde.
Me encuentro mal e intento buscar un recuerdo lejano, gozoso,
que me saque a flote. Lo primero que sé de mí casi me parece ajeno. Me contaron
que era un niño peloncillo, vestido con unos pantalones de tela de rayadillo.
Jugaba en el molino y envuelto en la niebla de la harina era feliz bajo el
cuidado de mi niñera, Antonia Fernández de Córdoba a la que los vecinos, por
pura evidencia histórica, apellidaban ‘la Gran Capitana’.
También me cuentan que acostumbraba a pasear por la plaza de
la Mariana y que era generoso: “Un día, durante las procesiones de Semana
Santa, un pilluelo me robó la gorra. Mi madre se enfadó preguntándome por qué
me había dejado robar. Dicen que yo respondí con resignación que sin duda le
haría más falta que a mí”.
Sin embargo, mi primer recuerdo sin apoyo de narradores
familiares es el de una derrota que me produjo un descalabramiento que estuvo a
punto de cortar el hilo de mi existencia. No fue así, pero me hizo despertar de
la simpleza en que como niño dormido estaba.
Yo era ‘greñúo ‘, es decir, del barrio del Realejo y nos
vimos envueltos en desigual batalla con los del barrio de las Angustias. El
‘casus belli ‘ fue el atentado sufrido por nuestro amigo Garibaldi que iba papando moscas en su mulo Carbonerillo al
que los ‘angustios’ colocaron un ramo de ortigas debajo del rabo y Garibaldi
vino al suelo mientras el animal salió
disparado como cohete después de volcar los serones con los encargos que
nuestro infeliz amigo llevaba a la tienda de la ‘señá’ Nicolasa, su madre.
Nicolasa, viuda entrada en años, negra de toca y cuerpo, mujer
tintero, oscurísima turmalina, graja de catedral, recatada con el agua hasta en
el beber, negro blanco de todas las comadres del barrio, que se hacían lenguas
del abandono y suciedad de su persona, era la cancerbera de un patio negro, en
donde esperaban las verduras, el aceite y el amontonado carbón junto a una
romana que fingía el peso.
La madre de nuestro amigo lo era también de tres hijas
negrifeas como ella, tres desgracias antirrubenianas, antiheroínas de un
contracuento, que mordían el pico de sus velos negros como quien chiclea la
muerte.
Al día siguiente del desastre ‘ortiguero’ un formidable
ejército de greñúos bajó desde el Realejo hacia las Angustias. Íbamos en tres
bandos. Los dos primeros armados con arcos y flechas fabricadas con las
varillas de los paraguas. Yo, en el último, bajo el mando de Garibaldi, era de
los recogedores de piedras que amontonábamos en espuertas y serones. Acudíamos
a la parte del frente que precisaba munición.
El ‘angustioso’ enemigo nos sorprendió entre el puente del
río Genil y los Escolapios. El número de los descalabrados fue importante.
Cuando yo ya había llegado en mi calidad de metrallero al callejón Pretorio,
sentí tan gran pedrada que pensé que llevaba las últimas orejas puestas. Fue
tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido de tal manera que estuve
durante tres días como Jonás en el vientre de la ballena.
De tan funesto accidente me sobrevino la pérdida de la
memoria de todos los hechos de mi corta vida, pero sentí un espabilamiento tan
notable de todos mis sentidos que mis padres se pusieron de acuerdo para hacer
de mí un gran orador forense.
El último recuerdo de mi
vida de niño fue el de la llegada a mi casa. Mi madre, cuando me vio con
la cabeza entrapajada, se dirigió a mí y me dijo que me estaba bien empleado
por atentar contra la Virgen de las Angustias, y como castigo me obligó a ir a
todas las ceremonias religiosas que se celebraban en la parroquia, sobre todo,
si de procesiones se trataba.
Cuando la semana santa estaba en plenitud, el
patio adosado a la iglesia se desbordaba de color: el verde de las palmeras, el
palio azul del cielo, el morado y el rojo de las túnicas, el blanco de las
paredes encaladas, el plateado de las insignias, la falsa nieve de las
escaleras de mármol. Confundía el agitado mar de la cuadrada paleta. Sabía la
brisa a sombra de vencejos.
Desde el camarín de la Virgen se apreciaba el lento
organizarse de la procesión. Tres golpes secos rompían el silencio y el paso se
alzaba majestuosamente, y era más luz, la luz. Al cerrar el cancel, mientras
gemía de gozo la madera, el agua del silencio apagaba el último rescoldo de los
ecos. En la tarde de abril, dorada y rosa, se extendía por la iglesia el gozo
en sombra del zaguán, el blanco ceniciento del sosiego, la limpia claridad
alimonada, la anticipada frescura de una tarde de verano.
Después de una larga noche, cuando la procesión acababa, un
cantaor flamenco, escultura de bronce y
sueño, cantaba viejas saetas emparentadas con el ‘kol nidrei’, canto sinagogal
hebreo. Diego el saetero, en la cima fugaz de la delicia, se sentía hermano por
un día de todos los ‘curachones’ que lo rodeaban. Se detenía el polvo en la
penumbra para romperse cuando quebraba el grito y hacía temblar el oro del vino
en cada copa. Soplaba oscuro el duende estremecido y el tiempo se detenía
embelesado.
Yo rechazaba a los capillitas que alababan por un día a Diego
el saetero, para ignorarlo después durante el resto del año. Por eso todo
aquello me hacía sentir mal. Sin embargo un dulce sentimiento de plenitud me
embargaba siempre, cuando en la claridad del mediodía, a las doce en el reloj
del tiempo, las campanas recordaban desde la altura el Ángelus… Caían lentas
las doce campanadas en el vaso de cal del
barrio blanco. Se bañaba el aire en un incienso dulce y una túnica
morada de ternura cubría toda la anticipada angustia de María.
Difuminado en el aire de la habitación, perdido el nostálgico
y dulce recuerdo, ahora sólo veo el rótulo que da nombre a la calle
Taubenstrasse, la calle de las palomas.
No he salido desde mi llegada a la ciudad, mi insomnio es permanente, he comido
parte de lo que traía: galletas, chocolate y un poco de jamón.
Cada vez aprecio más la inestabilidad de mi situación, la
eterna mudanza de una dolorosa permanencia, mi fatigada presencia, como si
alguien me hubiera cortado los hilos de la fuerza.
Primero fue la sombra recuadrada en el muro la que marcó el
silencio del primer abandono, después el tiempo fue un cajón de papeles
cortados. Ahora, despojadas las estancias del alma, ¡qué inmensa soledad!
Ordeno aceleradamente cuadros, camas, vasos, mesas, sillas, libros, libros,
libros… ¡Esta manía de estar en conversación con los difuntos y escuchar con
los ojos a los muertos! No puedo resistir el inmenso abandono, la cruel sensación
del hombre solo.
En mi soledad he reconocido el terrible invento de vivir y el
reconocimiento ha sido particularmente doloroso, porque sentirse hombre se
había hecho costumbre en mí. Abrigo la esperanza de cruzar la noche y de ser
esculpido de nuevo por la luz del amanecer, porque surgimos cada día de la
confusa, negra, materia de la noche. Son ya miles de estatuas, miles los días
que conforman nuestro ser. Miles de estatuas, mínimamente iguales; pero luego…
la eterna sombra y el imposible juego.
Siento un terrible dolor de cabeza. He tomado hasta diez
somníferos. De pronto la habitación se me ha hecho infinitamente grande. Todo
me da vueltas. Comienzo a correr y no consigo alcanzar la salida de la misma.
Me he arrastrado hasta el cuarto de baño y me he metido vestido en la bañera.
Puede que el agua fría me calme.
Amelia está a punto de llegar. Amelia y yo debemos ser
destruidos. Todo este esfuerzo, ¿para qué? Esto deduzco después de leer un
libro que siempre llevo conmigo:
‹‹Al ser incorporado, interiorizado o
introyectado el objeto perdido, el yo recibe el tratamiento que correspondería
al objeto, el yo se destruye a sí mismo. Al querer destruir el objeto, el yo se
destruye a sí mismo. El yo reserva para sí las agresiones y venganzas que el
sujeto reserva para lo que ha perdido››.
Voy a cargarme con toda mi sucia molienda, con todo el vivir
agobiante, para romperme de un puñetazo, como ángel roto, en las aguas del
Dwina.
Mi obstinación es testarudez de mala ralea de un antiguo
proletario. El primer Ganivet que llegó a Granada fue Antoine de Ganivet que
procedía de Turena y se avecinó en Cogollos en 1669. Antoine de Ganivet es mi
quinto abuelo. Su hijo fue Francisco Ganivet. El hijo de este españolizó su
apellido: Pedro Cañavate. Hijo de este es mi bisabuelo Juan Ganivet Muelle,
nacido en Monachil en el siglo XVIII. Todos pegujaleros analfabetos. El primer
molinero fue mi abuelo, Francisco de Paula Ganivet Gutiérrez, nacido en Granada
en 1807. Mi padre, Francisco de Paula Ganivet Morcillo, también molinero, murió
cuando yo tenía diez años.
Sólo heredé, consecuentemente, fuerza de voluntad y miseria y
un inmenso amor al agua.
El mismo yo interior que me hace recordar todo esto me ordena
que le escriba a mi hijo Ángel Tristán. Cojo pluma y papel y escribo:
Por
si esta declaración fuera necesaria, hago resumen aquí de mis ideas y mis
deberes:
1.
No he creído
nunca en ninguna religión positiva y mis sentimientos religiosos se reducen a
un misticismo puramente personal, pero respeto todas las religiones y jamás he
cometido acto alguno contra ninguna.
2.
La vida nace
de la libertad o de la tendencia del espíritu a romper sus prisiones
materiales, es mi idea fundamental en Filosofía. La ley fundamental del
Universo no es la atracción; es la ‘psicofanía’, o sea la manifestación gradual
del espíritu, pues la vida es una génesis perenne.
3.
Mis ideas
prácticas sobre la vida están expuestas en mi novela Los trabajos de Pío Cid,
en particular en el ‘Ecce Homo’. Tal como lo he pensado, lo he practicado
siempre, porque creo que vale más un minuto de vida franca y sincera que cien
años de hipocresía.
4.
El hombre es
un embrión de ‘psicope’.
5.
Así como la
antigua escuela jónica y sus similares que se limitaban a observar los
fenómenos naturales, nació la escuela experimental que ha traído los modernos
inventos, que dicho sea de paso no sirven para cosa mayor; de la antigua
escuela socrática ha de nacer una psicología activa que produzca fenómenos
nuevos, inventos maravillosos como el de la luz humana, de la que hablo en ‘
Mis trabajos…’
A la investigación psicológica en esta dirección
llevo consagrados unos diez años y su método debe ser experimental. Debe
comenzarse por la meditación en silencio hasta ver en el fondo oscuro dibujarse
los esquemas íntimos o esqueletos de sensaciones que marcan, no las posiciones
actuales de nuestros órganos, sino posiciones con tendencia a lo futuro, por
donde se infiere el género de acción a
que deben aplicarse los inventos.
6.
Fuera de estos
puntos de vista, los demás tienen poca importancia para mí. Vestir, comer,
relaciones sociales, etc., se me importa menos que nada. Hay una tendencia en
el hombre a hacer el bien y hay un goce en hacerlo, pero la mayor parte de las
veces el bien resulta mal a la larga, por no haberse fijado bien en los cambios
que las cosas toman con el tiempo. Y acaso lo más fecundo que haya en el mundo sea la sangre.
7.
No recuerdo
haber hecho mal a nadie, ni siquiera en pensamiento; si hubiera hecho mal, pido
perdón.
8.
No he tenido
nunca más que lo puesto y no he querido, ni quiero, ni querré tener nada,
porque me parece tonto perder el tiempo en la administración de los bienes materiales.
9.
He tenido
varios amoríos y un amor más noble a Amelia, a la que he dado muy malos ratos
con mis necedades.
10.
He tenido dos
hijos: Natalia, que está enterrada ¡ay! En Saint Léger les Domart en Francia, y
Ángel que vive en Madrid. Ambos son legítimos por mi voluntad. Tengo tres
hermanos, muchos parientes y pocos buenos amigos
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