(Biografía novelada)
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Capítulo 1
Mi nombre es Ángel Francisco de Paula José Lucía de la
Santísima Trinidad. Soy, de alguna forma, mensajero de luz de un país
tristemente roto, España, en otro, llagado por sus lagos, melodiosamente
denominado Suomi[1],
plomizo, gris, helado, solo…
Si hubiera podido elegir, no habría
ido a nacer a casa de Papatito, mi abuelo. No es bueno venir al mundo en una
casa con el número 13 de la calle San Pedro Mártir; tampoco, hacerlo un día 13
de diciembre.
Este 13 marcó mi destino como también
lo hizo vivir más tarde en una casa medianera con un molino de harina de los
que mueve el río Genil. Un rumor de agua me acompaña siempre.
Ahora estoy en Riga adonde llegué desde
Helsingfors[2] hace ya
más de tres meses. Aunque los viajes son utilísimos para remover la sangre, he decidido
durante todo este tiempo no moverme de la ciudad, pues todo el jaleo de trenes,
hoteles y restaurantes me hace la santísima. Sin embargo, el viaje desde
Helsinki fue agradable: un paisaje sorprendente, dominado por un cielo de
latón, en donde el hombre se asusta hasta de su propia voz. Este paisaje helado
despertó siempre en mí pensamientos indeseables: el terrible misterio de dejar
de ser y la presencia temida de Dios, sólo asumido en momentos de postración,
supersticiosamente entrañado en el filo agudo del grito.
Me he instalado en Hagemberg en una
casa rodeada de pinos, con galería y un pequeño jardín cercado. Son las tres de
la tarde. El último rayo de sol ilumina el gastado rótulo de la calle
Taubenstrasse[3].
Salgo y espero la llegada de la pequeña
gondolilla que me cruce a la ciudad para ir al Consulado. El río es soberbio…
el Dvina.
En la soledad de las oficinas del
Consulado, uno comprueba que los cargos que dan dinero no son nada por sí, pero
hay que tomarlos como medios de asegurar la manducatoria. A la larga, sin
embargo, lo más productivo de la vida es lo más inútil: escribir un libro, por
malo que sea, te hará sentir la vida, después de que te hayas ido, rehecho en
los ojos de alguien un atardecer cuando el sol repita su simulacro de incendio
tras los árboles.
Salí de aquella nada contenida en
papeles. La burocracia la inventó un inútil que pretendió coser con hilo doble
las hojas secas de un árbol. Di un paseo por la ciudad. Riga es grande, del
corte de Amberes, pero más grande.
Al volver a Hagemberg, busqué un
agradable lugar de encuentros. Me sentí ´smaaktig och självisk´, hay que ser
mezquino y egoísta si se quiere ser. Mezclé egoísmo y soledad, y encontré a una
rusa rubia de figura hermosa, en la plenitud perfecta de los años de juventud.
El pecho era pequeño y recogido, el cuello "nefertitiano", la cabeza airosa y muy arrogante, y como
coronamiento de la obra unos ojos grandes, tristes, extrañamente tristes ante
tanto abandono. Poner el dedo sobre un cuerpo humano es tocar el cielo, sin
embargo las montañas sólo son azules cuando están lejanas.
Volví a la casa. Ordené los libros
que todavía se amontonaban en el suelo, guardé los documentos que acreditaban
mi nueva posición consular y las cartas de presentación a las autoridades
rusas.
En la soledad, sinfonía de pequeños
ruidos inapreciables, sentí la compañía exacta de mi yo, el espíritu frío que
te recrea y te piensa. Pronto el trok-trok-trok de los zapatos en el suelo de
madera se acompasó con el fiiiiuuuuu de la rosa roja del fuego, el brobrobró de
la manzanilla al comenzar a hervir y el oooooooooOOOÓ encadenado, ascendente, de la ebullición última.
El grillo de la chapa del cazo, apagado el fuego, cric-cric-cric-cric,
contrapunteaba con el alegre clinclinclín de la cucharilla en la taza y el
zuuuuuum del azúcar lanzándose en plongeon [4]al
fondo.
La soledad sensibiliza al hombre que
se engasta en ella, náufrago de sí, atemorizado en un terrible mar descolorido
como cuando la Creación. Un pequeño flexo proyectaba mi sombra sobre el muro
blanco de la cocina; toda mi vida ha sido una sombra proyectada en un muro, una
incomprensible sombra que sólo tiene la virtud de pensarse. Ni siquiera un
paisaje fue distinto a los demás paisajes, porque el hombre es un único paisaje
interior hecho de fantasmas.
Se ha levantado un fuerte viento que
muerde los cristales de las ventanas. Tiemblan todas las puertas de la casa.
Una puerta nunca es igual a otra, ni siquiera en su voz. Algunas gimotean sacudiéndose lentamente, casi pidiendo auxilio ante la
ignorancia de quien nunca acaba de comprender la esencia de las cosas.
Si comprendiéramos el oculto mensaje
de lo que nos rodea, tendríamos la perfecta intuición de lo que va a ocurrir
cuando estamos a punto de abrir una puerta.
Pensé que había perdido el tiempo, 33
años, ¿quién recuerda haber ganado el tiempo?, y me alhambricé[5]
La permanente nostalgia granadina me llevó hasta un fajo de cartas que había
escrito a mi madre desde Madrid y que recogí en Granada cuando ella murió.
Quise beberme de un sorbo mi pasado y a pesar del cansancio comencé a releer
parte de mi vida.
Madrid, 24 de noviembre de 1888
Mi querida madre:
Por si no han contestado a la carta
que escribí a los niños, y para que lo hagan a aquélla y a ésta, les escribo.
Sabe usted que soy enemigo de retratarme; pero, no obstante, hoy he ido a una
fotografía para darle gusto; sólo que llevan por media docena en tamaño pequeño
dos duros y no he querido gastarlos, tiempo habrá.
Todavía no he ido a ningún teatro,
porque los que me gustan, como el Español, la Comedia o el Real, son muy caros;
seis reales el paraíso, para ahogarse.
De periódicos, leo el Imparcial que
tengo suscrito; el Liberal, que lo tiene un compañero, y El Defensor; ni más ni
menos.
Me alegro mucho de lo que dicen de
Papatito, pero no me extraña porque lo conozco perfectamente.
Repetiré una vez más lo que tengo
dicho de Natalio, que no deje de ir al Centro. De salud ahora estoy
perfectamente. He comprado algunas cosillas y he pagado el traje, que es de
chaqué; me quedan cinco duros.
La tizne que verán en la carta es de
betún, porque he comprado todos los avíos de embetunar para hacer economías,
pues me costaba un real embetunar los zapatos, y esto es aquí diario.
Expresiones a toda la familia, y reciba el afecto invariable de su hijo.
Ángel
Este Ángel
cerril del pasado madrileño, preocupado por los cuartos, tenía fuerza. Era un
bloque de mármol que el tiempo, implacable escultor, habría de adelgazar
espiritualmente. Mientras leía y repensaba el yo que ya fui, llegué a
comprender la fácil tarea del Ser Supremo. Dios tiene todas las cartas, hasta
las que están por escribir.
Madrid, 21 de febrero de 1890
Querida madre:
Aunque anteayer le escribí, no quiero
dejar sin contestación la otra carta que he recibido con mi fe de bautismo.
Respecto a la nota del periódico que
me mandan, la leí en El Imparcial, pero esa Cátedra es de Derecho y se necesita
el título de doctor en Jurisprudencia para solicitarla. Ahora no hay más
vacante que la de Griego en Granada, y la de Metafísica de Barcelona y de
Valencia, cuyas oposiciones tardarán lo menos un año.
Si encuentran dos tarjetas[6] de
afeitarme que se quedaron ahí, me las mandan; algo es algo.
Sin otra cosa por hoy, expresiones para toda la familia de su hijo que la
quiere.
Ángel
También es locura, en un país de
fulleros, de pícaros, de listillos, de ladrones, querer opositar a una cátedra
de Metafísica o de Griego. La incomunicación habría sido total y el trabajo
improductivo. ¡Ni caso! Todavía la de Derecho da cierto porte, pues se mantiene
la formalidad que propicia un círculo cerrado de presuntos sabios que deberían
ser condenados, en muchos casos, como encubridores de su propia ignorancia.
Madrid, 28 de junio de 1890
Querida madre:
Llevo tomadas cuatro purgas y acaso
sea menester alguna más, porque no se puede explicar lo sucio que tenía el
estómago. Hoy que estoy casi bien, tengo la lengua con sarro pajizo, que en los
días anteriores tenía un grueso de medio dedo.
Todos esos días he estado sin comer, porque no podía de ninguna manera,
pero hoy he almorzado y me ha sentado bien, y poco a poco iré entrando en caja.
Lo de la garganta creo que obedece a lo mismo porque siguen las mismas
alternativas.
Su hijo que la quiere.
Ángel
Le oculté a mi madre en esta carta
que los síntomas eran más graves y de otro tipo, pero no quise preocuparla.
Nunca le hablé de la inflamación de los ganglios linfáticos, ni de la pérdida
de peso, ni de la falsa gripe, ni de la erupción cutánea con manchas de color
rojo, un preocupante sarpullido por todo el cuerpo. Afortunadamente duró sólo
dos semanas. No fui al médico, no quería gastar el poco dinero que tenía.
Madrid, 31 de julio de 1890
Querida madre:
Estamos a la temperatura del frito, de modo que sólo de noche se puede
medio estar. Anoche estuvimos tres amigos hasta las dos en la Castellana y todo
por temor (por lo menos yo) a los mosquitos de trompetilla, que hacen cada
roncha como un cerro.
De salud, todo lo bien que es posible
cuando se suda al día dieciséis horas y se desocupan dos o tres pipotes de agua;
pero el apetito continúa sin novedad…
Su hijo que la quiere.
Ángel
Madrid, 16 de agosto de 1890
Querida madre:
No somos más que lo que comemos, estos días que no comía nada no era nada
y el vuelo de una mosca daba conmigo en tierra; hoy como bastante, aunque no
tanto como desearía, y de una manera instantánea he vuelto a mis buenos
tiempos. Con dos tónicos fuertes que el médico me recetó y con el uso de la
cerveza he dominado la inapetencia y la debilidad de estómago, que no admitía
ya ni el agua. Sin embargo, de haber adelantado tanto en tres días no estoy del
todo contento porque como mucho, pero de muy pocas cosas; ahora la he tomado
con el jamón y me como en el almuerzo media libra.
La comida sigo haciéndola en casa de Aguado, quien hoy mismo sale con su
familia para San Sebastián. Afortunadamente se marcha cuando ya he entrado en
caja y puedo buscar la vida.
Su hijo que la quiere.
Ángel
Estos continuos trastornos digestivos, ahora lo veo claro,
son el reflejo de mi permanente neurosis de carácter que me ha conducido a mi
situación actual de neurosis obsesiva, producto de conflictos intrapsíquicos
que me llevaron a apartarme de toda relación social. Solo en Madrid; en
Amberes, compañero fiel de la soledad; solitario en
Brunnsparken, desamparado en Riga. La prueba concluyente de mi enfermedad es la necesidad apremiante
de satisfacción libidinal que me obligaba a mantener cualquier tipo de relación
con cualquier mujer en cualquier sitio. Esta neurosis imparable me fuerza a
huir, posiblemente de mí mismo, y a reconstruir fragmentos de realidad bajo la
forma de un mundo fantasmático. Siempre la huida al Norte. Desde Granada a Madrid,
de Madrid a París, de París a Amberes, de Amberes a Berlín, de Berlín a Helsinki, de Helsinki a Riga…
Ya es tiempo de detener la fuga.
Madrid, 25 de septiembre de 1891
Querida madre:
El 19 recibí su carta
del 14. No me he apresurado a escribir porque andan por ahí dos cartas más, que
si no han llegado estarán al llegar.
Continúan por aquí el buen tiempo, el buen humor y los inmejorables
sablazos en pro de las víctimas de Consuegra; yo no he querido contribuir por
varias razones: porque me descontaron un día de sueldo, porque me parece que
descontando los cadáveres, que ya no necesitan nada, todo lo que se ha perdido
en Consuegra no vale arriba de mil duros. Yo conozco esos pueblos de la Mancha
y no vale maldita de Dios la cosa.
Lo peor del caso es que cuando ocurre un caso de éstos van a esos pueblos
algunos periodistas mentecatos que no han sentido nunca un dolor de uñas y se
quedan asustados ante unos cuantos cadáveres o ante un montón de cascajos y
luego vienen rebuznando ayes en las columnas de los periódicos con el sencillo
propósito de sacarle al prójimo la tranquilidad de ánimo y el dinero del
bolsillo.
No hay cosa más absurda que afligirse por las desgracias colectivas; es
más, yo creo que quien dice que se aflige no dice la verdad. El dolor de uno
solo conmueve, pero el dolor de muchos sólo interesa de una manera fría y
humanitaria. Esto es lo natural. Yo veo un perro cojo que aúlla lastimeramente
y siento lástima; pero si veo a 15 o 20 perros cojos, es fácil, casi seguro,
que me eche a reír… Un soldado herido en el campo de batalla que se queja con
frases sencillas nos puede hacer llorar, pero ¿quién llorará en la sala de un
hospital de sangre, donde estuvieran reunidos todos los heridos de la batalla? Quizá
el mal olor que suele haber en los hospitales nos quitaría hasta los más
débiles sentimientos humanitarios.
Todo continúa sin novedad fuera de lo dicho y mejor sería que no hubiera
ninguna. Yo tengo un amigo, abogado, en Consuegra y espero que sea de los
muertos. ¡Un abogado menos en el mundo!
Ángel.
Ordeno cuidadosamente las cartas. Pienso que toda mi vida en
Madrid se redujo a mi propia caricatura: una eterna preocupación por el dinero,
una permanente mala salud que me obligaba a continuos sacrificios hasta
recuperarme y una sensibilidad negra y dura como la piedra bornera del molino
que trituraba todo.
Al volver la vista atrás siempre
descubrimos nuestra propia estatua de sal, esculpida a golpes de palabras,
porque sólo la palabra crea. El mundo se creó cuando el primer hombre dio
nombre a todos los ganados y a todas las aves del cielo y a todas las bestias
del campo. Luego, la palabra se iluminó gozosa cuando Yahvé le presentó a la
mujer. Dios sólo puso el escenario.
Y no hubo color hasta que el hombre
dijo verde, naranja, plateado, blanco, gris, ceniciento, plomizo, castaño,
bronceado, rojo, granate, rosa, gualdo, dorado, datilado, azulado, celeste,
violeta, morado, glauco; y se vistió la tarde cuando el pincel-palabra dibujó
el ocaso, y la paz del olivo se adornó cuando dijo verde, y las mejillas de la
primera mujer enrojecieron cuando el hombre dijo rojo y rosa, y apresó la furia
roja del ser redondo en la palabra sol y enlazó con temor a la criatura azul
del agua con sólo tres sonidos: mar.
Y luego el hombre cuidó las palabras
y las arropó como a criatura recién nacida y se recostó en el tronco de un
chopo a la orilla del río Pisón al oriente del Edén y paladeó los términos
creados durante algún tiempo, y llegó a unirlos y un día dijo: ´la mujer es un
mar azul´, y otro día dijo que el sol pintaba el horizonte de rosa, de datilado
y de violeta. Y pensó que era muy bueno cuanto había dicho. Y así un día y otro
día, y un atardecer tras otro, y muchas, muchas noches, hasta que empezó a
pensarse y vio que todo él no era más que palabras, palabras amorosas, amargas,
dolorosas, dulces, terribles, inconcretas, vacías, injuriosas, alegres,
nostálgicas, tristes; y hasta descubrió que la tristeza podía disimularse con
palabras y luego supo que podía pensarse y engañarse y no sentir el dolor de
estar vivo. El mismo dolor que ahora sentía, sólo aliviado por el bálsamo dulce
del recuerdo madrileño.
A pesar de las estrecheces padecidas,
Madrid no es tan malo como dicen, pues el que trabaja algo y se porta como es
debido, halla allí siempre quien lo atienda, lo aprecie y lo ayude.
Yo prometo solemnemente que siempre,
esté donde esté, seré un defensor entusiasta de este Madrid, del que otros
hablan tan mal, y guardaré vivo el recuerdo del tiempo allí vivido.
*
Fue a principios de agosto, hace ya mucho tiempo, cuando
desde Granada me vine a Madrid a conquistar el mundo, a triunfar, a terminar el
doctorado en Derecho, a opositar, a ser el primero en todo lo que emprendiera,
pues siempre fui el primero.
En la estación, humillada ante la
grandeza blanca de Sierra Nevada, encontré al indispensable conocido de siempre.
Trató de justificarse por ir en tercera, sin comprender que yo he viajado siempre
en tercera porque no ha habido otra clase peor.
- ¡Hombre,
Ángel! Voy a Málaga, ¿sabes? Ha sido un viaje de repente, pensado anoche.
-
Yo
voy a Madrid. Madrid es el futuro, el inmenso pez del tiempo acelerado, el
arte, la historia, un borbotón de vida.
- Voy en tercera porque ahora en verano se va bien en cualquier parte.
- Mi
madre, al principio, no quería; pero logré convencerla, ¿sabes? Un solo molino
no es suficiente para tantos molineros.
- En
Málaga el tiempo se enreda en el perfume, en el azul del mar. ¿No te has
fijado, Ángel, que ir a Málaga es resucitar en la explosión de la luz después
de morir lentamente en los túneles?
-
En
la familia el avance social se consigue imitando a las langostas. Uno debe dar
el salto y ser la base del salto de los demás.
-
Málaga
pone bálsamo con limón y biznagas al hombre que viene de otras tierras y lo
baña en azul y lo perfuma.
-
Prepararé
las primeras oposiciones que se convoquen, buscaré una pensión céntrica, me
haré socio del Ateneo.
- Málaga
es el paraíso desplomándose lento en el mar, la playa mordida por las olas, la
libertad.
-
…puede
que incluso llegue a conocer a Castelar y a Cánovas y a Sagasta y saboree la
inteligencia y la cultura y la oratoria en el Parlamento.
- En
Málaga, en el Palo, vive mi hermana. ¿Tú conociste a mi hermana?
-
Tengo
grandes proyectos… ¡A ver qué sale! Quedarme en Granada no me apetece del todo.
Conviene mezclar aires.
-
¿Estuviste
en Málaga? Málaga es una ciudad honda, prodigiosa, el sueño de un Dios.
-
Madrid
sabe a amor del bueno, a cobijo, a madre.
-
¿Has
visto qué tren llevamos? Ya debería salir, ¿no?
-
Hasta
Madrid son un montón de horas, pero el viaje es cómodo.
- A
mí me gusta sentir la fortaleza de las tierras llanas, las llanuras inmensas me
dan seguridad; las montañas son frágiles, es la tierra alzada en debilidad. La
tierra llana resiste y domina la energía interior; la montaña cede y
caprichosamente dibuja su esclavitud azul en la lejanía.
-
Bueno,
en fin, que nos veamos en alguna estación.
Yo hice propósito de todo lo
contrario, por huir del poeta-tostón y para no reiniciar nuestros paralelos
monólogos, distanciados y brillantes como los raíles del tren. Entré en un
compartimento en donde estaba libre el asiento de la izquierda junto al pasillo
en la dirección del tren. En el vagón había dos viajeros: uno, al parecer,
militar, y otro cura, no al parecer, sino de verdad, pues llevaba flamante
sotana y sombrero de teja. Era un ordenado ´in sacris´ acabado de destetar que
iba a Madrid a los Trapenses. El curita cruzaba y descruzaba nerviosamente las
manos ante la impaciencia de la salida, se ponía de pie y miraba distraídamente
una cartera negra recién pescada en la red de agujeritos de encima de su
asiento. El militar, de manos largas con uñas comidas y sucias de tabaco,
levantaba con su índice la cortinilla sucioazulada que presentaba bordadas las
siglas de los Ferrocarriles Andaluces.
Con la impaciencia de un caballo de
carrera, el tren arrancó con tal velocidad, que el cura y el militar se bambolearon
como muñecos de una caseta de tiro. Todos los mohosos huesos del tren sonaban,
mascullando canciones de siempre y de nunca, canciones de cristal sin fijar, de
madera y de hierro. Luego, el desencadenado terremoto se apaciguó y el ritmo se
hizo acompasadamente desagradable. En el marco fijo de la ventanilla una
invisible mano cambiaba centenares de paisajes rayados por los árboles,
falsamente animados por un extraño baile.
El tren cruzó Sierra Elvira sin detenerse,
temeroso ante la amenazante presencia de Los Tres Juanes. Después se remansó
como río de hierro en la frescura de la Vega, abanicada por bosquecillos de
chopos. Pinos Puente es en el recuerdo un amarillento reloj y un hombre azul
que alzaba con gesto mecánico un banderín rojo, como si aquel tren fuera sólo
el tren. Tocón y Montefrío, Huétor-Tájar y Loja, en donde jugamos al escondite
con la montaña, me llevaron no más de siete hilvanados recuerdos. El tren devoraba su raíl de acero.
En Archidona reparé de
nuevo en mis acompañantes a los que di de nuevo vida. Vivos porque los repensé:
el militar fumando, tosiendo y diciéndome no con el mismo nervioso gesto que le
dictaba el tren; el cura, leyendo un breviario atestado de estampas y perdido
en el complicado laberinto de las creencias, también me negaba como si el
movimiento hubiera descoyuntado su cabeza.
El militar, entonces,
se dirigió a mí y me preguntó si yo era viajante para entablar conversación.
Seguramente lo hizo por lo raro de mi vestimenta y por el desembarazo con que
me apoderé de los cojines al subir.
En poco tiempo desató
su lengua y la disparó contra una conocida familia granadina a la que fusiló
antes de llegar a Bobadilla después de un juicio sumarísimo.
Cuando llegué a
Antequera compré leche, huevos y melón que fui comiendo desordenadamente
mientras observaba la cabeza perfecta de la Peña de los Enamorados.
En Bobadilla me quedé
solo, pues el militar hizo trasbordo para Málaga y el curita, que ahora me
pareció más simple de lo que en un principio pensé, se pegó a un fraile
franciscano y a una monja que viajaban en amigable compañía.
Hasta Córdoba me harté
de dormir como bulto sin etiqueta. En Córdoba subió al tren un matrimonio muy
particular: un jorobadillo, consumido de amor y de celera, con aires de persona
adinerada, y una mujer guapísima que olía a pobre; la pobreza se reflejaba en
los gestos, en las manos, en la torpeza al andar, hasta en la voz. El
hombrecillo era sólo medio paréntesis, incapaz de proteger a la cordobesa de
ojos grandes, luminosos. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió situar las dos
maletas de piel, relucientemente iguales, provistas ambas de marquitos de cuero
para las tarjetas de identificación. Sin duda van de baños[7]
y mucho me temo que no representen alguna tragedia a lo Otelo, porque los
elementos son los más favorables, pensé. Es la historia del hombre eterno que
se mete en empresas superiores a sus fuerzas, y en donde teme que ha de hallar
el precipicio.
Epulón, que así se
llamaba el jorobado, se sentía compasivo con los pobres protegiendo a la bella
dama. Ella recibía resignadamente el premio de la misericordia del profeta
encorvado, interrogante abierto con andares de pato, que seguramente la
evangelizaba con fervor.
La bella pobre, con los
ojos bajos, era fuego apartado y espada puesta lejos. El joven y feliz recién
casado, desasosegadamente, la miraba y parecía decir: ´Quiérote por hermosa, me
has de amar aunque sea feo´. Yo recordaba que ´todo lo hermoso es amable, mas
no alcanzaba que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por
hermoso a amar a quien le ama´. A pesar de la belleza de la dama, al correr de
los kilómetros acabó por no gustarme, pues era del tipo de belleza que no
enamora, que alegran la vista, pero no rinden la voluntad.
Llegamos a Alcázar de
San Juan. Una carretilla se abría camino sinuosamente por entre la muchedumbre
que se agitaba como una gusanera, se afanaba, se agolpaba, se emocionaba y
confundía en sus últimos besos y adioses. Tartamudeaba la campana en el andén y
el reloj dejaba caer blandamente el minutero sobre la curva del seis. De la
estación recién regada se iba alzando la tarde. Un tren detenido paralelamente
al nuestro esperaba la salida. Los dos trenes, con idéntica carga de vida y de
proyectos, prestaban a Plutarco personajes colectivos. Una gorra azul, un
banderín rojo, un pitido, y por segundos uno sentía la ceremonia de la
confusión. ¿Quién avanzaba? Comprobamos que era el otro tren el que se movía.
Bajamos. Todos los viajeros tomaron chocolate, sorbiéndose de camino a la guapa
cordobesa, mientras el maridillo, de rodillas sobre su asiento, se engullía su
pócima que le debía de saber a rejalgar[8].
El tren cortaba
perezosamente el queso inmensamente
llano de La Mancha. Anochecía. Al encenderse las luces del vagón, el cristal de
la ventana nos duplicó metafóricamente: dos cordobesas, dos granadinos y dos
jorobados, que ahora sí cerraban completamente la escena entre paréntesis.
El viento limpio traía
el silbato del tren que avanzaba lento, largo de cansancio y de sombra.
Lloviznaba. Algunas gotas saltaban al cristal, dudaban, temblaban, se agrupaban
en efímeras corrientes que nacían por debajo del “prohibido asomarse al
exterior” y morían en el borde inferior por encima del cenicero de hierro
mohoso, manchado de nicotina.
Desmayadamente unos
guantes negros parecían dormirse en el sillón junto a El Imparcial. De pronto me apagué y no desperté hasta llegar a
Getafe.
Entré en Madrid
contento y con dinero, a pata, conversando con el mozo de cuerda.
Arrastrada por el
viento, una voz de cristal, azul, luminosa, repitió dulcemente: “Señores
viajeros, Madrid”.
Y comprendí que una
ciudad puede ser, en el recuerdo, la voz de una mujer.
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[1] Suomi
significa Finlandia en finés.
[2]
Helsingfors, nombre sueco de Helsinki.
[3]
Taubenstrasse, calle de las palomas en alemán.
[4] Plongeon
significa zambullida en francés. Lanzándose en plongeon, en consecuencia, puede
traducirse por ´zambulléndose al fondo´, ´cayendo al fondo´.
[5]
Alhambricé ´Sentí la nostalgia granadina de no ver la Alhambra´.
[6] Tarjetas
de afeitar ´cuchillas de afeitar´.
[7] Baño es
un sinónimo de balneario. Ir de baños era costumbre en el siglo XIX de la clase
adinerada.
[8] Rejalgar
´Sulfuro de arsénico muy venenoso y de color rojizo´.
Fue a principios de agosto, hace ya mucho tiempo, cuando desde Granada me vine a Madrid a conquistar el mundo, a triunfar, a terminar el doctorado en Derecho... Mi último recuerdo fue el de la estación de ferrocarril, humillada ante la grandeza de Sierra Nevada.
ResponderEliminarSi fuéramos realmente cultos, sobrarían los poetas, empeñados en saber desde la insuficiencia por qué se nace, se ama o se muere. La cultura está en la bioquímica y en la física. Si se advierte la deficiencia química se corrige y en paz.
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ResponderEliminarEl abuelo paterno de Ángel Ganivet fue un general francés que vino a Granada durante la invasión napoleónica de 1808.
ResponderEliminarArrastrada por el viento, una voz de cristal, azul,luminosa, repitió dulcemente: ´Señores viajeros, Madrid´.
ResponderEliminarEn la carta del 28 de junio de 1890, Ángel Ganivet ocultó a su madre los primeros síntomas de la sífilis que padecía.
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