domingo, 9 de octubre de 2016

Capítulo 1 - Son las tres de la tarde.




    
Ganivet, el solitario de Brunnsparken
(Biografía novelada)
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 Capítulo 1                                                                             

Mi nombre es Ángel Francisco de Paula José Lucía de la Santísima Trinidad. Soy, de alguna forma, mensajero de luz de un país tristemente roto, España, en otro, llagado por sus lagos, melodiosamente denominado Suomi[1], plomizo, gris, helado, solo…

Si hubiera podido elegir, no habría ido a nacer a casa de Papatito, mi abuelo. No es bueno venir al mundo en una casa con el número 13 de la calle San Pedro Mártir; tampoco, hacerlo un día 13 de diciembre.

Este 13 marcó mi destino como también lo hizo vivir más tarde en una casa medianera con un molino de harina de los que mueve el río Genil. Un rumor de agua me acompaña siempre.

Ahora estoy en Riga adonde llegué desde Helsingfors[2] hace ya más de tres meses. Aunque los viajes son utilísimos para remover la sangre, he decidido durante todo este tiempo no moverme de la ciudad, pues todo el jaleo de trenes, hoteles y restaurantes me hace la santísima. Sin embargo, el viaje desde Helsinki fue agradable: un paisaje sorprendente, dominado por un cielo de latón, en donde el hombre se asusta hasta de su propia voz. Este paisaje helado despertó siempre en mí pensamientos indeseables: el terrible misterio de dejar de ser y la presencia temida de Dios, sólo asumido en momentos de postración, supersticiosamente entrañado en el filo agudo del grito.

Me he instalado en Hagemberg en una casa rodeada de pinos, con galería y un pequeño jardín cercado. Son las tres de la tarde. El último rayo de sol ilumina el gastado rótulo de la calle Taubenstrasse[3].

Salgo y espero la llegada de la pequeña gondolilla que me cruce a la ciudad para ir al Consulado. El río es soberbio… el Dvina.

En la soledad de las oficinas del Consulado, uno comprueba que los cargos que dan dinero no son nada por sí, pero hay que tomarlos como medios de asegurar la manducatoria. A la larga, sin embargo, lo más productivo de la vida es lo más inútil: escribir un libro, por malo que sea, te hará sentir la vida, después de que te hayas ido, rehecho en los ojos de alguien un atardecer cuando el sol repita su simulacro de incendio tras los árboles.

Salí de aquella nada contenida en papeles. La burocracia la inventó un inútil que pretendió coser con hilo doble las hojas secas de un árbol. Di un paseo por la ciudad. Riga es grande, del corte de Amberes, pero más grande.

Al volver a Hagemberg, busqué un agradable lugar de encuentros. Me sentí ´smaaktig och självisk´, hay que ser mezquino y egoísta si se quiere ser. Mezclé egoísmo y soledad, y encontré a una rusa rubia de figura hermosa, en la plenitud perfecta de los años de juventud. El pecho era pequeño y recogido, el cuello "nefertitiano", la cabeza airosa y muy arrogante, y como coronamiento de la obra unos ojos grandes, tristes, extrañamente tristes ante tanto abandono. Poner el dedo sobre un cuerpo humano es tocar el cielo, sin embargo las montañas sólo son azules cuando están lejanas.

Volví a la casa. Ordené los libros que todavía se amontonaban en el suelo, guardé los documentos que acreditaban mi nueva posición consular y las cartas de presentación a las autoridades rusas.

En la soledad, sinfonía de pequeños ruidos inapreciables, sentí la compañía exacta de mi yo, el espíritu frío que te recrea y te piensa. Pronto el trok-trok-trok de los zapatos en el suelo de madera se acompasó con el fiiiiuuuuu de la rosa roja del fuego, el brobrobró de la manzanilla al comenzar a hervir y el oooooooooOOOÓ encadenado, ascendente, de la ebullición última. El grillo de la chapa del cazo, apagado el fuego, cric-cric-cric-cric, contrapunteaba con el alegre clinclinclín de la cucharilla en la taza y el zuuuuuum del azúcar lanzándose en plongeon [4]al fondo.
                                              
La soledad sensibiliza al hombre que se engasta en ella, náufrago de sí, atemorizado en un terrible mar descolorido como cuando la Creación. Un pequeño flexo proyectaba mi sombra sobre el muro blanco de la cocina; toda mi vida ha sido una sombra proyectada en un muro, una incomprensible sombra que sólo tiene la virtud de pensarse. Ni siquiera un paisaje fue distinto a los demás paisajes, porque el hombre es un único paisaje interior hecho de fantasmas.

Se ha levantado un fuerte viento que muerde los cristales de las ventanas. Tiemblan todas las puertas de la casa. Una puerta nunca es igual a otra, ni siquiera en su voz. Algunas gimotean sacudiéndose lentamente, casi pidiendo auxilio ante la ignorancia de quien nunca acaba de comprender la esencia de las cosas.

Si comprendiéramos el oculto mensaje de lo que nos rodea, tendríamos la perfecta intuición de lo que va a ocurrir cuando estamos a punto de abrir una puerta.

Pensé que había perdido el tiempo, 33 años, ¿quién recuerda haber ganado el tiempo?, y me alhambricé[5] La permanente nostalgia granadina me llevó hasta un fajo de cartas que había escrito a mi madre desde Madrid y que recogí en Granada cuando ella murió. Quise beberme de un sorbo mi pasado y a pesar del cansancio comencé a releer parte de mi vida.
                                              
Madrid, 24 de noviembre de 1888
Mi querida madre:
Por si no han contestado a la carta que escribí a los niños, y para que lo hagan a aquélla y a ésta, les escribo. Sabe usted que soy enemigo de retratarme; pero, no obstante, hoy he ido a una fotografía para darle gusto; sólo que llevan por media docena en tamaño pequeño dos duros y no he querido gastarlos, tiempo habrá.
Todavía no he ido a ningún teatro, porque los que me gustan, como el Español, la Comedia o el Real, son muy caros; seis reales el paraíso, para ahogarse.
De periódicos, leo el Imparcial que tengo suscrito; el Liberal, que lo tiene un compañero, y El Defensor; ni más ni menos.
Me alegro mucho de lo que dicen de Papatito, pero no me extraña porque lo conozco perfectamente.
Repetiré una vez más lo que tengo dicho de Natalio, que no deje de ir al Centro. De salud ahora estoy perfectamente. He comprado algunas cosillas y he pagado el traje, que es de chaqué; me quedan cinco duros.
La tizne que verán en la carta es de betún, porque he comprado todos los avíos de embetunar para hacer economías, pues me costaba un real embetunar los zapatos, y esto es aquí diario.
Expresiones a toda la familia, y reciba el afecto invariable de su hijo.
 Ángel
                                              

Este Ángel cerril del pasado madrileño, preocupado por los cuartos, tenía fuerza. Era un bloque de mármol que el tiempo, implacable escultor, habría de adelgazar espiritualmente. Mientras leía y repensaba el yo que ya fui, llegué a comprender la fácil tarea del Ser Supremo. Dios tiene todas las cartas, hasta las que están por escribir.

Madrid, 21 de febrero de 1890
Querida madre:
Aunque anteayer le escribí, no quiero dejar sin contestación la otra carta que he recibido con mi fe de bautismo.
Respecto a la nota del periódico que me mandan, la leí en El Imparcial, pero esa Cátedra es de Derecho y se necesita el título de doctor en Jurisprudencia para solicitarla. Ahora no hay más vacante que la de Griego en Granada, y la de Metafísica de Barcelona y de Valencia, cuyas oposiciones tardarán lo menos un año.
Si encuentran dos tarjetas[6] de afeitarme que se quedaron ahí, me las mandan; algo es algo.
Sin otra cosa por hoy, expresiones para toda la familia de su hijo que la quiere.
Ángel

También es locura, en un país de fulleros, de pícaros, de listillos, de ladrones, querer opositar a una cátedra de Metafísica o de Griego. La incomunicación habría sido total y el trabajo improductivo. ¡Ni caso! Todavía la de Derecho da cierto porte, pues se mantiene la formalidad que propicia un círculo cerrado de presuntos sabios que deberían ser condenados, en muchos casos, como encubridores de su propia ignorancia.

Madrid, 28 de junio de 1890
Querida madre:
Llevo tomadas cuatro purgas y acaso sea menester alguna más, porque no se puede explicar lo sucio que tenía el estómago. Hoy que estoy casi bien, tengo la lengua con sarro pajizo, que en los días anteriores tenía un grueso de medio dedo.
Todos esos días he estado sin comer, porque no podía de ninguna manera, pero hoy he almorzado y me ha sentado bien, y poco a poco iré entrando en caja. Lo de la garganta creo que obedece a lo mismo porque siguen las mismas alternativas.
Su hijo que la quiere.
Ángel

Le oculté a mi madre en esta carta que los síntomas eran más graves y de otro tipo, pero no quise preocuparla. Nunca le hablé de la inflamación de los ganglios linfáticos, ni de la pérdida de peso, ni de la falsa gripe, ni de la erupción cutánea con manchas de color rojo, un preocupante sarpullido por todo el cuerpo. Afortunadamente duró sólo dos semanas. No fui al médico, no quería gastar el poco dinero que tenía.


Madrid, 31 de julio de 1890
Querida madre:
Estamos a la temperatura del frito, de modo que sólo de noche se puede medio estar. Anoche estuvimos tres amigos hasta las dos en la Castellana y todo por temor (por lo menos yo) a los mosquitos de trompetilla, que hacen cada roncha como un cerro.
De salud, todo lo bien que es posible cuando se suda al día dieciséis horas y se desocupan dos o tres pipotes de agua; pero el apetito continúa sin novedad…
Su hijo que la quiere.
Ángel



Madrid, 16 de agosto de 1890
Querida madre:
No somos más que lo que comemos, estos días que no comía nada no era nada y el vuelo de una mosca daba conmigo en tierra; hoy como bastante, aunque no tanto como desearía, y de una manera instantánea he vuelto a mis buenos tiempos. Con dos tónicos fuertes que el médico me recetó y con el uso de la cerveza he dominado la inapetencia y la debilidad de estómago, que no admitía ya ni el agua. Sin embargo, de haber adelantado tanto en tres días no estoy del todo contento porque como mucho, pero de muy pocas cosas; ahora la he tomado con el jamón y me como en el almuerzo media libra.
La comida sigo haciéndola en casa de Aguado, quien hoy mismo sale con su familia para San Sebastián. Afortunadamente se marcha cuando ya he entrado en caja y puedo buscar la vida.
Su hijo que la quiere.
Ángel

Estos continuos trastornos digestivos, ahora lo veo claro, son el reflejo de mi permanente neurosis de carácter que me ha conducido a mi situación actual de neurosis obsesiva, producto de conflictos intrapsíquicos que me llevaron a apartarme de toda relación social. Solo en Madrid; en Amberes, compañero fiel de la soledad; solitario en Brunnsparken, desamparado en Riga. La prueba concluyente de mi enfermedad es la necesidad apremiante de satisfacción libidinal que me obligaba a mantener cualquier tipo de relación con cualquier mujer en cualquier sitio. Esta neurosis imparable me fuerza a huir, posiblemente de mí mismo, y a reconstruir fragmentos de realidad bajo la forma de un mundo fantasmático. Siempre la huida al Norte. Desde Granada a Madrid, de Madrid a París, de París a Amberes, de Amberes a  Berlín, de Berlín a Helsinki, de Helsinki a Riga… Ya es tiempo de detener la fuga.


Madrid, 25 de septiembre de 1891
Querida madre:
El 19 recibí su carta del 14. No me he apresurado a escribir porque andan por ahí dos cartas más, que si no han llegado estarán al llegar.
Continúan por aquí el buen tiempo, el buen humor y los inmejorables sablazos en pro de las víctimas de Consuegra; yo no he querido contribuir por varias razones: porque me descontaron un día de sueldo, porque me parece que descontando los cadáveres, que ya no necesitan nada, todo lo que se ha perdido en Consuegra no vale arriba de mil duros. Yo conozco esos pueblos de la Mancha y no vale maldita de Dios la cosa.
Lo peor del caso es que cuando ocurre un caso de éstos van a esos pueblos algunos periodistas mentecatos que no han sentido nunca un dolor de uñas y se quedan asustados ante unos cuantos cadáveres o ante un montón de cascajos y luego vienen rebuznando ayes en las columnas de los periódicos con el sencillo propósito de sacarle al prójimo la tranquilidad de ánimo y el dinero del bolsillo.
No hay cosa más absurda que afligirse por las desgracias colectivas; es más, yo creo que quien dice que se aflige no dice la verdad. El dolor de uno solo conmueve, pero el dolor de muchos sólo interesa de una manera fría y humanitaria. Esto es lo natural. Yo veo un perro cojo que aúlla lastimeramente y siento lástima; pero si veo a 15 o 20 perros cojos, es fácil, casi seguro, que me eche a reír… Un soldado herido en el campo de batalla que se queja con frases sencillas nos puede hacer llorar, pero ¿quién llorará en la sala de un hospital de sangre, donde estuvieran reunidos todos los heridos de la batalla? Quizá el mal olor que suele haber en los hospitales nos quitaría hasta los más débiles sentimientos humanitarios.
Todo continúa sin novedad fuera de lo dicho y mejor sería que no hubiera ninguna. Yo tengo un amigo, abogado, en Consuegra y espero que sea de los muertos. ¡Un abogado menos en el mundo!
Ángel.

Ordeno cuidadosamente las cartas. Pienso que toda mi vida en Madrid se redujo a mi propia caricatura: una eterna preocupación por el dinero, una permanente mala salud que me obligaba a continuos sacrificios hasta recuperarme y una sensibilidad negra y dura como la piedra bornera del molino que trituraba todo.

         Al volver la vista atrás siempre descubrimos nuestra propia estatua de sal, esculpida a golpes de palabras, porque sólo la palabra crea. El mundo se creó cuando el primer hombre dio nombre a todos los ganados y a todas las aves del cielo y a todas las bestias del campo. Luego, la palabra se iluminó gozosa cuando Yahvé le presentó a la mujer. Dios sólo puso el escenario.

Y no hubo color hasta que el hombre dijo verde, naranja, plateado, blanco, gris, ceniciento, plomizo, castaño, bronceado, rojo, granate, rosa, gualdo, dorado, datilado, azulado, celeste, violeta, morado, glauco; y se vistió la tarde cuando el pincel-palabra dibujó el ocaso, y la paz del olivo se adornó cuando dijo verde, y las mejillas de la primera mujer enrojecieron cuando el hombre dijo rojo y rosa, y apresó la furia roja del ser redondo en la palabra sol y enlazó con temor a la criatura azul del agua con sólo tres sonidos: mar.

Y luego el hombre cuidó las palabras y las arropó como a criatura recién nacida y se recostó en el tronco de un chopo a la orilla del río Pisón al oriente del Edén y paladeó los términos creados durante algún tiempo, y llegó a unirlos y un día dijo: ´la mujer es un mar azul´, y otro día dijo que el sol pintaba el horizonte de rosa, de datilado y de violeta. Y pensó que era muy bueno cuanto había dicho. Y así un día y otro día, y un atardecer tras otro, y muchas, muchas noches, hasta que empezó a pensarse y vio que todo él no era más que palabras, palabras amorosas, amargas, dolorosas, dulces, terribles, inconcretas, vacías, injuriosas, alegres, nostálgicas, tristes; y hasta descubrió que la tristeza podía disimularse con palabras y luego supo que podía pensarse y engañarse y no sentir el dolor de estar vivo. El mismo dolor que ahora sentía, sólo aliviado por el bálsamo dulce del recuerdo madrileño.

A pesar de las estrecheces padecidas, Madrid no es tan malo como dicen, pues el que trabaja algo y se porta como es debido, halla allí siempre quien lo atienda, lo aprecie y lo ayude.




Yo prometo solemnemente que siempre, esté donde esté, seré un defensor entusiasta de este Madrid, del que otros hablan tan mal, y guardaré vivo el recuerdo del tiempo allí vivido.

                                                *

Fue a principios de agosto, hace ya mucho tiempo, cuando desde Granada me vine a Madrid a conquistar el mundo, a triunfar, a terminar el doctorado en Derecho, a opositar, a ser el primero en todo lo que emprendiera, pues siempre fui el primero.

En la estación, humillada ante la grandeza blanca de Sierra Nevada, encontré al indispensable conocido de siempre. Trató de justificarse por ir en tercera, sin comprender que yo he viajado siempre en tercera porque no ha habido otra clase peor.

-     ¡Hombre, Ángel! Voy a Málaga, ¿sabes? Ha sido un viaje de repente, pensado anoche.
-         Yo voy a Madrid. Madrid es el futuro, el inmenso pez del tiempo acelerado, el arte, la historia, un borbotón de vida.
-        Voy en tercera porque ahora en verano se va bien en cualquier parte.
-        Mi madre, al principio, no quería; pero logré convencerla, ¿sabes? Un solo molino no es suficiente para tantos molineros.
-        En Málaga el tiempo se enreda en el perfume, en el azul del mar. ¿No te has fijado, Ángel, que ir a Málaga es resucitar en la explosión de la luz después de morir lentamente en los túneles?
-         En la familia el avance social se consigue imitando a las langostas. Uno debe dar el salto y ser la base del salto de los demás.
-         Málaga pone bálsamo con limón y biznagas al hombre que viene de otras tierras y lo baña en azul y lo perfuma.
-         Prepararé las primeras oposiciones que se convoquen, buscaré una pensión céntrica, me haré socio del Ateneo.
-   Málaga es el paraíso desplomándose lento en el mar, la playa mordida por las olas, la libertad.
-         …puede que incluso llegue a conocer a Castelar y a Cánovas y a Sagasta y saboree la inteligencia y la cultura y la oratoria en el Parlamento.
-    En Málaga, en el Palo, vive mi hermana. ¿Tú conociste a mi hermana?
-         Tengo grandes proyectos… ¡A ver qué sale! Quedarme en Granada no me apetece del todo. Conviene mezclar aires.
-         ¿Estuviste en Málaga? Málaga es una ciudad honda, prodigiosa, el sueño de un Dios.
-         Madrid sabe a amor del bueno, a cobijo, a madre.
-         ¿Has visto qué tren llevamos? Ya debería salir, ¿no?
-         Hasta Madrid son un montón de horas, pero el viaje es cómodo.
-     A mí me gusta sentir la fortaleza de las tierras llanas, las llanuras inmensas me dan seguridad; las montañas son frágiles, es la tierra alzada en debilidad. La tierra llana resiste y domina la energía interior; la montaña cede y caprichosamente dibuja su esclavitud azul en la lejanía.
-         Bueno, en fin, que nos veamos en alguna estación.

Yo hice propósito de todo lo contrario, por huir del poeta-tostón y para no reiniciar nuestros paralelos monólogos, distanciados y brillantes como los raíles del tren. Entré en un compartimento en donde estaba libre el asiento de la izquierda junto al pasillo en la dirección del tren. En el vagón había dos viajeros: uno, al parecer, militar, y otro cura, no al parecer, sino de verdad, pues llevaba flamante sotana y sombrero de teja. Era un ordenado ´in sacris´ acabado de destetar que iba a Madrid a los Trapenses. El curita cruzaba y descruzaba nerviosamente las manos ante la impaciencia de la salida, se ponía de pie y miraba distraídamente una cartera negra recién pescada en la red de agujeritos de encima de su asiento. El militar, de manos largas con uñas comidas y sucias de tabaco, levantaba con su índice la cortinilla sucioazulada que presentaba bordadas las siglas de los Ferrocarriles Andaluces.

     Con la impaciencia de un caballo de carrera, el tren arrancó con tal velocidad, que el cura y el militar se bambolearon como muñecos de una caseta de tiro. Todos los mohosos huesos del tren sonaban, mascullando canciones de siempre y de nunca, canciones de cristal sin fijar, de madera y de hierro. Luego, el desencadenado terremoto se apaciguó y el ritmo se hizo acompasadamente desagradable. En el marco fijo de la ventanilla una invisible mano cambiaba centenares de paisajes rayados por los árboles, falsamente animados por un extraño baile.



 El tren cruzó Sierra Elvira sin detenerse, temeroso ante la amenazante presencia de Los Tres Juanes. Después se remansó como río de hierro en la frescura de la Vega, abanicada por bosquecillos de chopos. Pinos Puente es en el recuerdo un amarillento reloj y un hombre azul que alzaba con gesto mecánico un banderín rojo, como si aquel tren fuera sólo el tren. Tocón y Montefrío, Huétor-Tájar y Loja, en donde jugamos al escondite con la montaña, me llevaron no más de siete hilvanados recuerdos. El tren  devoraba su raíl de acero.

En Archidona reparé de nuevo en mis acompañantes a los que di de nuevo vida. Vivos porque los repensé: el militar fumando, tosiendo y diciéndome no con el mismo nervioso gesto que le dictaba el tren; el cura, leyendo un breviario atestado de estampas y perdido en el complicado laberinto de las creencias, también me negaba como si el movimiento hubiera descoyuntado su cabeza.

El militar, entonces, se dirigió a mí y me preguntó si yo era viajante para entablar conversación. Seguramente lo hizo por lo raro de mi vestimenta y por el desembarazo con que me apoderé de los cojines al subir.

En poco tiempo desató su lengua y la disparó contra una conocida familia granadina a la que fusiló antes de llegar a Bobadilla después de un juicio sumarísimo.

Cuando llegué a Antequera compré leche, huevos y melón que fui comiendo desordenadamente mientras observaba la cabeza perfecta de la Peña de los Enamorados.

En Bobadilla me quedé solo, pues el militar hizo trasbordo para Málaga y el curita, que ahora me pareció más simple de lo que en un principio pensé, se pegó a un fraile franciscano y a una monja que viajaban en amigable compañía.

Hasta Córdoba me harté de dormir como bulto sin etiqueta. En Córdoba subió al tren un matrimonio muy particular: un jorobadillo, consumido de amor y de celera, con aires de persona adinerada, y una mujer guapísima que olía a pobre; la pobreza se reflejaba en los gestos, en las manos, en la torpeza al andar, hasta en la voz. El hombrecillo era sólo medio paréntesis, incapaz de proteger a la cordobesa de ojos grandes, luminosos. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió situar las dos maletas de piel, relucientemente iguales, provistas ambas de marquitos de cuero para las tarjetas de identificación. Sin duda van de baños[7] y mucho me temo que no representen alguna tragedia a lo Otelo, porque los elementos son los más favorables, pensé. Es la historia del hombre eterno que se mete en empresas superiores a sus fuerzas, y en donde teme que ha de hallar el precipicio.

Epulón, que así se llamaba el jorobado, se sentía compasivo con los pobres protegiendo a la bella dama. Ella recibía resignadamente el premio de la misericordia del profeta encorvado, interrogante abierto con andares de pato, que seguramente la evangelizaba con fervor.

La bella pobre, con los ojos bajos, era fuego apartado y espada puesta lejos. El joven y feliz recién casado, desasosegadamente, la miraba y parecía decir: ´Quiérote por hermosa, me has de amar aunque sea feo´. Yo recordaba que ´todo lo hermoso es amable, mas no alcanzaba que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama´. A pesar de la belleza de la dama, al correr de los kilómetros acabó por no gustarme, pues era del tipo de belleza que no enamora, que alegran la vista, pero no rinden la voluntad.

Llegamos a Alcázar de San Juan. Una carretilla se abría camino sinuosamente por entre la muchedumbre que se agitaba como una gusanera, se afanaba, se agolpaba, se emocionaba y confundía en sus últimos besos y adioses. Tartamudeaba la campana en el andén y el reloj dejaba caer blandamente el minutero sobre la curva del seis. De la estación recién regada se iba alzando la tarde. Un tren detenido paralelamente al nuestro esperaba la salida. Los dos trenes, con idéntica carga de vida y de proyectos, prestaban a Plutarco personajes colectivos. Una gorra azul, un banderín rojo, un pitido, y por segundos uno sentía la ceremonia de la confusión. ¿Quién avanzaba? Comprobamos que era el otro tren el que se movía. Bajamos. Todos los viajeros tomaron chocolate, sorbiéndose de camino a la guapa cordobesa, mientras el maridillo, de rodillas sobre su asiento, se engullía su pócima que le debía de saber a rejalgar[8].

El tren cortaba perezosamente  el queso inmensamente llano de La Mancha. Anochecía. Al encenderse las luces del vagón, el cristal de la ventana nos duplicó metafóricamente: dos cordobesas, dos granadinos y dos jorobados, que ahora sí cerraban completamente la escena entre paréntesis.

El viento limpio traía el silbato del tren que avanzaba lento, largo de cansancio y de sombra. Lloviznaba. Algunas gotas saltaban al cristal, dudaban, temblaban, se agrupaban en efímeras corrientes que nacían por debajo del “prohibido asomarse al exterior” y morían en el borde inferior por encima del cenicero de hierro mohoso, manchado de nicotina.

Desmayadamente unos guantes negros parecían dormirse en el sillón junto a El Imparcial. De pronto me apagué y no desperté hasta llegar a Getafe.

Entré en Madrid contento y con dinero, a pata, conversando con el mozo de cuerda.

Arrastrada por el viento, una voz de cristal, azul, luminosa, repitió dulcemente: “Señores viajeros, Madrid”.
Y comprendí que una ciudad puede ser, en el recuerdo, la voz de una mujer.


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[1] Suomi significa Finlandia en finés.                                                                             
[2] Helsingfors, nombre  sueco   de Helsinki.
[3] Taubenstrasse, calle de las palomas en alemán.                                                                           
[4] Plongeon significa zambullida en francés. Lanzándose en plongeon, en consecuencia, puede traducirse por ´zambulléndose al fondo´, ´cayendo al fondo´.
[5] Alhambricé ´Sentí la nostalgia granadina de no ver la Alhambra´.
[6] Tarjetas de afeitar ´cuchillas de afeitar´.
[7] Baño es un sinónimo de balneario. Ir de baños era costumbre en el siglo XIX de la clase adinerada.
[8] Rejalgar ´Sulfuro de arsénico muy venenoso y de color rojizo´.

6 comentarios:

  1. Fue a principios de agosto, hace ya mucho tiempo, cuando desde Granada me vine a Madrid a conquistar el mundo, a triunfar, a terminar el doctorado en Derecho... Mi último recuerdo fue el de la estación de ferrocarril, humillada ante la grandeza de Sierra Nevada.

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  2. Si fuéramos realmente cultos, sobrarían los poetas, empeñados en saber desde la insuficiencia por qué se nace, se ama o se muere. La cultura está en la bioquímica y en la física. Si se advierte la deficiencia química se corrige y en paz.

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  4. El abuelo paterno de Ángel Ganivet fue un general francés que vino a Granada durante la invasión napoleónica de 1808.

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  5. Arrastrada por el viento, una voz de cristal, azul,luminosa, repitió dulcemente: ´Señores viajeros, Madrid´.

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  6. En la carta del 28 de junio de 1890, Ángel Ganivet ocultó a su madre los primeros síntomas de la sífilis que padecía.

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