Ganivet,
el solitario de Brunnsparken
(Biografía novelada)
_____________
Capítulo 3
Son las diez y cuarto. El cielo es un pizarrín de manteca de cuando la escuela, de cuando los cuadernos azules, de cuando la vida tenía color azul.
Fue duro el invierno de 1894 en Amberes. Soportamos temperaturas de veinte grados bajo cero. Progresé bastante trabajando al piano. Cuando el aburrimiento era insoportable, me colocaba mi gabán, empuñaba el bastón y visitaba exposiciones de pintura en la Sala Verlat. A veces intentando vencer la profunda tristeza que me dejó la muerte de mi pequeña Natalia, me iba a "El Dorado" y asistía a las representaciones del Bataclán de París.
Fue duro el invierno de 1894 en Amberes. Soportamos temperaturas de veinte grados bajo cero. Progresé bastante trabajando al piano. Cuando el aburrimiento era insoportable, me colocaba mi gabán, empuñaba el bastón y visitaba exposiciones de pintura en la Sala Verlat. A veces intentando vencer la profunda tristeza que me dejó la muerte de mi pequeña Natalia, me iba a "El Dorado" y asistía a las representaciones del Bataclán de París.
Un
chinchinpún barriobajero acompañaba sus actuaciones entre las
risotadas de un público de lo más heterogéneo.
Adieu!
Fais-toi putain.
Tu
vas quitter ta bonne mère
pour
t´en aller dans un boxon.
Je ne te retiens pas, ma chère,
si
c´est là ta vocation.
Suis
bien les conseils de ta mère,
Avant
toi, je fis le métier.
Distraía
mi soledad y mi tristeza con esta suerte de escape grosero que tanto
acerca a la miseria que nos atrapa y que socialmente disimulamos. Era
una forma de recordar la primitiva formación de quien lucha contra
todo y contra todos, convencido de nuestra miserable igualdad, un
lamentable sistema abierto de entrada y salida de materia que nos
lleva a bufar en la soledad de un retrete y a morirnos en debilidad
un día, miserablemente solos. El hombre no es sino nada en disfraz.
El
Bataclán, con aire de ´Il était un petit navire´ vociferaba. El
personal lo acompañaba, gritando hasta quedarse ronco:
Visitez
le musée d´Athenes,
Visitez le musée d´Athenes
Visitez le musée d´Athenes
vous
y verrez, rez, rez, bien conservés,
Ohé,
ohé!
Trois
poils du cul de Démosthène,
trois
poils du cul de Demosthène,
et
les roustons, tons, tons, du père Caton,
et les roustons, tons, tons, du père Caton,
et les roustons, tons, tons, du père Caton,
Ohé,
ohé!
Vous
y verrez la chaste Diane
le con bouché par une banane
le con bouché par une banane
et
les roustons, tons, tons, du père Caton,
et
les roustons, tons, tons, du père Caton,
Ohé,
ohé!
Vous
y verrez les filles d´Ulisse
photographiées
pendant qu´elles pissent
et
les roustons, tons, tons, du père Caton,
En
“El Dorado” bullían las más eximias representantes del gremio
de la ingle y una buena colección de rufianes con los dedos
enguantados de nicotina. El personal de los tonos grises fijaba sus
instintos en los espejos redondos y alegres de las nalgas de todo
tipo y condición. Destacaban las de la canal maestra bien marcada, a
las que Alface llamaba “nalgas imperiales”.
Mi
amigo Joao Alface do Coelho, poeta erótico portugués (así se
definía él en las presentaciones) había conseguido que uno de sus
poemas, escrito un día depresivo y gris en la playa de Caparica cercana a Lisboa, figurase en una de
las paredes del local. Joao se encontraba feliz entre las
fornicarias, boquiabierto ante tanto puterío junto.
Satisfecho,
leía una y otra vez su poema ´Na praia´ degustando cada una de sus
palabras:
NA PRAIA
Faz bon tempo.
Na praia,
debaixo do ceu azul
as aguas das ondas
refrescanme as bolas.
Luego,
mientras admiraba a las bailarinas, en pleno éxtasis contemplativo,
se dirigía a mí asombrado: ´¡Ángel, no son piernas, son
columnas!´
Una
noche abandoné el local definitivamente. Seguí a una flamenca
monumentalmente hermosa hasta su madriguera. Resultó ser una tal que
se defendía detrás de un estanco establecido en el centro de
Berchem, un faubourg de Amberes. Las canciones del Bataclán
resonaron en nuestros oídos toda la noche.
Sin
embargo, cada vez más, la mujer no era sino un refugio, un escudo
contra el fantasma de la soledad y de la muerte… una huida. Dejé
de ir a “El Dorado”. Allí quedó lo más grosero de mí perdido
en una mesa; también quedó mi amigo Alface, con una eterna saudade
mezclada con absenta, repitiendo: “Eu quero volver a minha casa na
Rúa das Janelas Verdes onde entra o sol d´inverno e a paz de Deus
todo o ano”.
Repetía
amodorrado por el alcohol: “Na Rúa das Janelas Verdes… non sé,
non só d´acá, non sé, non só d´acá… na Rúa das Janelas
Verdes…”
La
esperanza de Alface era una casa en la calle de las ventanas verdes
en Lisboa; en mi alma, el negro se había impuesto a todos los
colores.
Sin duda tengo atrofiada alguna parte del cerebro desde que recibí la noticia de la muerte de Natalia. Sigo teniendo dos ojos perfectamente sanos, una memoria fiel y una voluntad decidida y no me es posible darme cuenta de lo que realmente veo. Continuamente en mis ojos, en mis oídos, en todo mi ser... telegramas azules:
Enfant convulsions. Très mal. Enfant decedé, réponse. Enfant convulsions. Très mal, très mal. Enfant decedé, réponse. Réponse, réponse, réponse, réponse.…3
Enfant convulsions. Très mal. Enfant decedé, réponse. Enfant convulsions. Très mal, très mal. Enfant decedé, réponse. Réponse, réponse, réponse, réponse.…3
¡Dios
mío, qué respuesta hay contra la muerte!
Odié
a la cubana desde aquel día. La confianza en Amelia había crecido
con la lentitud de la palmera y se había perdido con la rapidez con
la que cae el coco. Ahora era sólo despreciable como la piel del
dátil. Descargué todo mi odio contra ella, y quedé definitivamente
roto en la soledad de Amberes.
Toda
la culpa fue mía: no me atreví a inscribir a la niña en Amberes
por no ser hija de legítimo matrimonio y aconsejé a Amelia a que
diera a luz en París. Vivió con su madre en la capital francesa, en
el 220 del faubourg Saint Denis, un edificio de cinco pisos con
buhardillas, de fachada ennegrecida y balcones de hierro corridos.
Comprendedme…
yo no podía casarme. La palabra casorio me horrorizaba más que el
cólera asiático. Natalia, mi hija, fue la caricatura de mi cobardía,
de mi abandono.
Amelia
y su madre no quisieron llevar a la niña a Barcelona y me
convencieron para dejarla al cuidado de unos campesinos en
Saint-Léger les Domart, pueblecito cercano a la ciudad de Amiens en
Lombardía.
¡Dios
mío, qué locura!
Henin,
el marido de la nodriza, me telegrafió su muerte. Murió de
meningitis a los dos meses y medio. Yo cubrí su cuerpecillo con una
capita azul. En Saint Léger les Domart se me partió el alma. En el
universo todo es uno y una flor arrancada siempre hiere el tronco del
árbol más cercano.
Volví a Amberes y enfermé de nuevo como me ocurría en Madrid. Estuve una semana interno en la clínica del doctor Friedman. Sus palabras me perforaron el alma. Fue terrible: "Usted tiene una sífilis latente que ha vuelto a manifestarse y ha degenerado ya hasta alcanzar le tercera etapa. Puede que en unos meses sus pupilas se hagan más pequeñas y no reaccionen a la luz. Esto lo conocemos en Medicina como ´Pupilas de Argil Robertson´ o ´Pupilas de prostitutas´, pues son estas pobres mujeres las que más la padecen. Lamentablemente su enfermedad degenerará en neurosífilis. Confiemos en que se pueda descubrir pronto alguna medicación que ayude a curarla. Vuelva cada semana para comprobar si el proceso de la enfermedad se detiene".
Sabía que sin fe nunca ocurre nada y con fe, casi siempre, tampoco, así que decidí no visitar más al doctor Friedman.
Volví a Amberes y enfermé de nuevo como me ocurría en Madrid. Estuve una semana interno en la clínica del doctor Friedman. Sus palabras me perforaron el alma. Fue terrible: "Usted tiene una sífilis latente que ha vuelto a manifestarse y ha degenerado ya hasta alcanzar le tercera etapa. Puede que en unos meses sus pupilas se hagan más pequeñas y no reaccionen a la luz. Esto lo conocemos en Medicina como ´Pupilas de Argil Robertson´ o ´Pupilas de prostitutas´, pues son estas pobres mujeres las que más la padecen. Lamentablemente su enfermedad degenerará en neurosífilis. Confiemos en que se pueda descubrir pronto alguna medicación que ayude a curarla. Vuelva cada semana para comprobar si el proceso de la enfermedad se detiene".
Sabía que sin fe nunca ocurre nada y con fe, casi siempre, tampoco, así que decidí no visitar más al doctor Friedman.
La meningitis mortal de Natalia y las palabras del doctor Friedman me habían derrotado. En aquellos momentos de dolor, recordé el canto XVIII de la Ilíada, texto que traduje en la fatídica oposición:
La
más viva desesperación se apoderó de Aquiles. Su dolor fue
grandísimo, se cubrió el rostro con ceniza, derramándola también
sobre su cabeza, se arrojó al suelo, arrancando sus cabellos con
profunda desesperación. Sus mujeres se pusieron a dar agudos
chillidos y, angustiadas ellas también, se golpearon el pecho
sollozando. Antíloco vigilaba, temeroso de que el hijo de Tetis
llegase a atentar contra su propia vida.
Corrí
por la soledad de los pasillos de la casa y también me cubrí de
ceniza la cabeza y el rostro. Luego me arrojé al suelo hasta que
amaneció. La más viva desesperación se apoderó de mí, héroe de
caricatura y todo yo fui ceniza. Un gris abandono me consumió por
entero, ninguna mujer se golpeó el pecho ni sollozó y sigo, a pocas
horas de iniciar el viaje por el río del olvido, sin amigos, solo.
¡Mis sandalias se están quedando sin arena!
Cuando
realicé el segundo ejercicio, una traducción de un fragmento de la
“Ciropedia”, recordé el suicidio de mi padre y el texto se me
hizo particularmente doloroso.
Tengo
el recuerdo perfecto del momento en que mi madre me contó el
terrible final de mi padre. Yo tenía diez años. Mi padre se había
desplazado a Dúdar, un pueblecito de unas decenas de habitantes a
medio camino entre Granada y Sierra Nevada, buscando alivio a un
cáncer de estómago…
Pude
ocupar la cátedra de Griego de la Universidad de Granada, pero el
tribunal, en votación celebrada el 25 de junio de 1891, acordó por
unanimidad otorgar la cátedra a don José Alemany, si bien en el
acta correspondiente añadieron el siguiente párrafo:
A
continuación se procedió a la clasificación de mérito relativo,
habiéndosele aprobado los ejercicios al señor don Ángel Ganivet García por unanimidad de votos.
El
mérito relativo me lo paso yo por debajo de la pata, grité al leer
el acta. Volver a Granada se había hecho imposible. Pasado el
tiempo, supe que hubo una visita de la hija de Isabel II, la infanta
María de la Paz Juana Amelia Adalberta y otras yerbas, al
presidente del tribunal para recomendar al valenciano Alemany. Lo de
siempre. ¡Viva la ética de don Marcelino Menéndez y Pelayo!
¡Arriba la Monarquía! ¡Qué gentuza!
Aquella
oposición, celebrada con toda solemnidad en el Paraninfo de la
Universidad de Granada, pudo cambiar mi vida…
Después
de aquello aunque me hubiesen dado una fortuna y la seguridad de ser
catedrático de la Central, no habría ido jamás a una oposición a
cátedras.
Desde
entonces, siete años de angustia me consumen entre pulsiones
eróticas y pulsiones destructivas y una neurosis maniática que me
lleva a calcular todo numéricamente. Sólo más tarde supe que la
Numerología es una vieja práctica adivinatoria, una pseudociencia,
una superstición. Es la disciplina que investiga la vibración
secreta que late en acontecimientos, personas, animales y cosas.
Cuando no se cree en nada, puede valer todo.
Ya
Pitágoras, seis siglos antes de la llegada de Cristo, afirmaba que
las palabras tienen un sonido que vibra en armonía con la frecuencia
de los números, sobre todo, los asociados a los números del 1 al 9.
Esta adivinación de los acontecimientos futuros fue desarrollada por
los esoteristas judíos y por la mística numérica del Cristianismo.
Desde
el primer ejercicio padecí esta extraña manía, producto
posiblemente de la tensión nerviosa. Yo creo que había calculado
bien:
Canto
18, 27 versos a partir del 590, esto es,
1+8+2+7+5+9+0
= 32… 3+2 = 5
Todos
mis cálculos buscaban la certeza del número favorable o
desfavorable en cualquier actividad de mi vida. Si el número
resultante no era el 9, juzgaba que sería negativo el acontecimiento
que se avecinaba.
Desde
aquella desgraciada oposición consideré el sentido premonitorio del
3, del 5 y del 10 y sus múltiplos entre los hindúes. También
advertí el valor mágico del 7, del 12 y del 40 en el Antiguo
Testamento, la premonición favorable del 15 y del 50 entre los
irlandeses. Aprendí que el 3, el 4, el 7 y el 10 sustentaban la
magia del mundo en el Pirke Abbot (el Tratado de los Padres). Una
extraña manía inevitable como cuando una canción se aloja en tu
cerebro y se te repite una y otra vez.
Mi
número, sin embargo, desde la impalpable superstición era el 9,
sólo 5 no me daba suficiente margen para sentirme confiado. La
segunda parte de la prueba consistió en traducir y comentar un texto
entresacado del libro 3, capítulo 1, líneas 26 a 29, 10 minutos
para el ejercicio. Esto es, 3+1+26+29+10 = 69… 6+9=15…
1+5 = 6.
El
trastorno que me acosó desde entonces me llevó a una nueva y
definitiva suma: ejercicio 1º = 5, ejercicio 2º= 6; 6+5 =11… 1+1=
2. Estaba claro que no era suficiente.
Así
que cuando don Marcelino Menéndez y Pelayo, como presidente del
tribunal, se dirigió al valenciano Alemany y a mí, yo ya sabía
que el fatum me alejaba de los míos, me alejaba de Granada para
siempre. Lo peor de toda aquella locura numérica me preocupaba sin
encontrarle solución.
Ahora
sé que el indescifrable misterio de las cosas no es más que una
mezcla de casualidad y causalidad que a nadie le importa lo más
mínimo. Además, todos sabemos que en España las casualidades y
causalidades están siempre dirigidas por gente sin escrúpulos,
gente con nombre y apellidos que logran conectar los puntos
descosidos de la lamentable prenda del enchufe.
Yo por mí, ya tranquilo y bien pensado, no lo sentí demasiado y por la enseñanza tampoco, porque creo que no se adelanta nada ni enseñando bien, ni enseñando mal. Intentar desasnar a unos cuantos es tarea poco menos que imposible.
Quien
no sepa beber con sed las palabras de los sabios y empolvarse con el
polvo de sus pies nunca conseguirá aprender nada. Hay que tener
capacidad de aprendizaje que no es más que capacidad de amor.
Hay
que aprender siempre. Si se aprende de niño, lo conocido sabrá a
tinta escrita en papel nuevo; si se aprende de viejo, lo aprendido
tendrá sabor a tinta escrita en un papel borrado. Pero hay que
aprender siempre. En cualquier caso el aprendizaje comienza en el
deseo. No se le puede enseñar nada a gente de alma plana.
A
pesar de mi resistencia a enseñar, sé que la enseñanza generosa
puede mejorar la sociedad. Se trataría de potenciar al alumno que es
rápido para escuchar y duro para olvidar. Este, llegado el momento,
tendría que asumir en sociedad amplias cotas de poder.
Una
sociedad nunca debe ser dirigida por quienes afirman: ´Lo mío es
mío y lo tuyo es mío´. Esta gente es peligrosa y destroza a un
país en poco tiempo, sin considerar que ha roto las ilusiones y las
vidas de miles de familias, de miles de personas. Esta situación
siempre conduce a la dictadura del idiota.
Sólo
el alumno cernidor, que deja pasar la harina y retiene la más
selecta, debería ocupar el poder, porque en él hay inteligencia,
piedad y generosidad de alma. Un borrico con disfraz de elefante
ayudará poco a los demás. Es preciso un comunismo cervantino. Sólo
entonces perderían parte de su contenido las dos palabras que
mantienen en constante lucha a los hombres: ´tuyo y mío´.
Mi
misión habría sido la de enseñar griego, tarea nada fácil porque
quererlo hacer enseñanza general es una tontería, tiempo perdido.
Con seis u ocho personas de talento que lo supieran, España estaría
más honrada que enseñándolo mal a mil estúpidos incapaces de
sacarle jugo. Además, ¿cómo sería posible amar a Homero, teniendo
que analizarlo y traducirlo en clase? Tanto valdría como estar
casado con la Venus de Milo, la manca más hermosa que vieron los
tiempos.
La
enseñanza debería estar reservada a dos tipos de sabios: al del
sabio cosmopolita que ha visto mucho y sabe mucho, porque ha leído
mucho y ha viajado mucho; y al sabio palurdo, arrinconado curioseador
que en la quietud de la aldea se propone enterarse de cuanto ocurre
en ambos hemisferios.
Yo
no me he dedicado a la enseñanza porque nunca fui aficionado a
enseñar a muchos a la vez desde la ciencia oficial. A los hombres
hay que educarlos, es decir, conducirlos, de uno en uno fuera de la
sabiduría de los sabios consagrados.
Cuando
enseño a alguien pienso en España. España que viene a aprender a
leer, escribir y pensar, y en esta idea me detengo como si estuviera
en una llanura sin horizontes.
Pensándolo
bien, ninguna enseñanza merece la pena: la carrera de leyes es
calamidad pública en España; con la literatura no se va a ninguna
parte, y cada día se ha de ir menos, el libro ha muerto - RIP, amén - y con el periódico pronto ocurrirá lo mismo…
La
rabia contenida de aquella fracasada oposición me había perdido en
el mundo de las disquisiciones sobre la enseñanza.
Hacía
tanto frío en Hagemberg como en Amberes cuando decidí visitar la
tumba de Natalia.
Era
un frío de alma que me hacía perder todo señorío sobre mi
persona.
1
¡Adiós! Hazte puta. / Tú vas a abandonar a tu buena madre / para
irte a un burdel. /Yo no te retengo, querida / si esa es tu vocación
/ Sigue bien los consejos de tu madre, / Antes que tú, yo hice el
oficio. / Tú jamás has conocido a tu padre, / era quizá todo el
distrito.
2
Visitad el museo de Atenas, (bis) / allí veréis bien conservados,
(bis) / Ohé, ohé! / Tres pelos del culo de Demóstenes, (bis) / y
los cojones del padre Catón, (bis)/ Ohé, ohé ¡ / Allí veréis a
la casta Diana / con el coño tapado por una banana / y los cojones
del padre Catón (bis) / Ohé, ohé! / Allí veréis a las hijas de
Ulises / fotografiadas mientras que ´pisan´/ y los cojones del
padre Catón, (bis) / Ohé, ohé ¡
3
Niña convulsiones. Muy mal. Niña muerta, respuesta.
El hombre no es sino nada en disfraz.
ResponderEliminar...sigo, a pocas horas de iniciar el viaje por el río del olvido, sin amigos, solo. ¡Mis sandalias se están quedando sin arena!
ResponderEliminarEra un frío de alma que me hacía perder todo señorío sobre mi persona. (Ángel Ganivet)
ResponderEliminarPensándolo bien ninguna enseñanza merece la pena: la carrera de leyes es calamidad pública en España; con la literatura no se va a ninguna parte; el libro ha muerto (RIP, amén) y con el periódico pronto ocurrirá lo mismo. (Ángel Ganivet)
ResponderEliminarGanivet, receloso, sospechoso, después de la repentina muerte de su hija, mandó desenterrarla pues creía que había sido envenenada. Después de eso y por cómo la vio descompuesta, no volvió a comer carne.
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