Seis
de la madrugada.
Una
mujer corría por la calle como si fuese a abrir las puertas a la aurora. El
tiempo se desleía limando lentamente la historia de la tristeza.
En las largas veladas
de las noches de invierno nos reuníamos en mi casa la pintora Hanna Rönberg,
las hermanas Wennerbergin, Ella Sahberg y yo. El recuerdo teñido de rosa de un
veinte de enero de 1897 permanece vivo, ha logrado romper los dientes del tiempo.
Nos reuníamos en torno
a una mesa amarilla que Hanna había comprado con la única
intención de hablar de la muerte.
- _ Es muy probable que los finlandeses
nunca digan lo que os voy a decir: las mujeres finlandesas son
blanquitransparentes, de cristal, frías, casi crudas. Además Finlandia se nos
impone como una terrible soledad blanca, reflejo de la muerte. Vivimos en el
vacío de la nada.
Hanna, pelirroja,
pecosa, alta, retocaba en un rincón su última obra, un bodegón con manzanas y
un jarrón de cobre sobre una tela blanca; se sentía el peso del jarrón en el
paño hundido levemente, las calidades de la tela eran zurbaranianas, el cobre
tenía el brillo de los fuegos que en las fiestas del sol de medianoche animaban los lagos.
De espaldas:
- Un hombre inteligente no debe
generalizar nunca. La muerte plácida o terrible no está en la naturaleza, sino
en nosotros mismos. Tú puedes ser un finlandés alegre o un angustiado
granadino: todo depende de ti, tú eres el único dueño de tu nada. Además tú deberías ser fecundo y generoso y solidario como la granada que da nombre a tu ciudad y que simboliza la unión: 613 semillas recordando los 613 mandatos de la Torá que deberían multiplicarse en ti como semillas de vida y no de muerte, ¡alma en pena! ¿Sabías que durante la festividad del año nuevo judío, se consumen granadas como símbolos de vida fecunda? ¡A ver si aprendes!
Ella Sahlberg intervino
para precisar mi afirmación:
- _ Las mujeres finlandesas, si te refieres
a nosotras, son como las de cualquier lugar del mundo: las hay frías, muertas,
como agua de lago en diciembre; otras, más templadas e incluso hay algunas que
arden en un candil.
Un búho blanco ha guiñado
un ojo en la ventana. Se derretía el blando reloj del tiempo.
Yo volvía a pinchar el templado espíritu de mis amigas:
-
Hay un acuerdo tácito entre las
“heladas”, las “termales” y las “candiles” para ignorar la cocina. He llegado a
suponer que no existe esa palabra en finés. La mujer finlandesa arruinó esa
forma de cultura. Vuestra gastronomía es de supervivencia: un kilo de pescado
crudo embutido en un pan. Practicáis el salvajismo gastronómico, no tomáis más
que grasas sin gracia alguna, parecéis un pueblo de lustrosas focas. Como no estáis en la cocina, sencillamente no
hay cocina. Claro que tampoco podéis contravenir la naturaleza: no tenéis de
nada, ni garbanzos, ni vino, ni vinagre, ni aceite, pero si hasta los ajos los
vendéis en las boticas, para qué decir más. Irritada,
terciaba Selma Wennerbergin, de mejillas rosadas sobre piel de nieve, ninfa de
pelo rubio, casi blanco, bocanada de aire fresco, mensajera de regiones felices
y claras; su verde mirada podría librar de un golpe de toda la horrible
caricatura de la existencia.
- _ La mujer tuvo que huir del infierno de
la cocina, que seguramente inventó un hombre. La mujer era Sísifo alucinante
cargando cada día con la pesada tarea de la casa, para volver a empezar al día
siguiente. La cocina es el trabajo de las Nereidas, castigadas eternamente a
llenar de agua cántaras sin fondo. Hemos abandonado el laurel olímpico, el
perfume del sofrito, el misterio oriental de las especias, la blanca ternura de
la harina y el ramillete de las rosas rojas de los fuegos. Toda esta
esclavizante literatura para el que la quiera, he dicho “el que”, no “la que”. Se
oía el gong de la nieve cayendo levemente; los copos plateados caían oblicuamente sobre las farolas.
Intervenía Ella Sahlberg, rubia boticceliana, que reía moviendo los hombros espasmódicamente:
Intervenía Ella Sahlberg, rubia boticceliana, que reía moviendo los hombros espasmódicamente:
-
En Finlandia se come carne de todo tipo:
de vaca, de cerdo y de pollo que nos envían desde Rusia conservados en hielo.
El pan es magnífico, puedes elegir entre el pan de trigo, el de centeno o la
torta de maíz y nuestra ensalada amarga con manteca derretida, vinagre, mostaza
y azúcar, es excelente.
- Eso es vandalismo gastronómico. Si me
atreviera a comer semejante engendro culinario, tendría que forrarme antes el
aparato digestivo con piel de oso. El
viento quería arrancar la casa, aullaba desesperadamente y mordía la nieve que
lo cubría todo.
-
Nuestra tierra es generosa: bayas de los
bosques, cangrejos de río, salmones, arándanos, arenques del Báltico y agua pura
de los lagos, que podemos beber en la copa de las manos. Somos buenos
patriotas, amamos lo que tenemos. Nuestra mjolk es mucho mejor que cualquier
leche de tu país y la graedda es insuperable, además quién ha dicho que se
cocina mal.
- Por ahí, no vamos bien, querida Hanna.
La cocina finlandesa es un teatro por horas; no hay en ella un plato
contundente como el cocido español. Hanna
cubierta con un sombrero lapón “de cuatro vientos”, entrada ya la madrugada, me
besó en la mejilla y comprendiéndome, posiblemente mejor que nadie, me dijo:
-
Ángel, es preciso vivir. Deberías
aprender de esta tierra.Yo
le susurré al oído: ‘ El viento de mi memoria irá delante de ti’.
¡Hanna deberías estar aquí, ahora!
¡Podrías ayudarme en esta dolorosa caída!
Como
la tempestad de nieve fue tan grande, mis amigas no se atrevieron a regresar a
sus casas. Secuestrados por el fantasma blanco de la nevada, les propuse que
podríamos contar historias al amor de la lumbre. Las damas aplaudieron la idea.
Comenzó
Ella Sahlberg:
En un principio, el Universo estaba
poblado de divinidades: Ukko era el más grande entre los dioses y la primera de
las diosas era Akka. No existía la
tierra; sólo, el agua del mar. Una de las diosas, llamada Ilmatar, hija del
Aire Azul, bajó del cielo y se hundió en el mar; allí vivió mucho tiempo sola,
hasta que un día deseó volver a su antigua morada y pidió auxilio a Ukko, el
gran dios. Este le envió un pájaro que, no hallando donde posarse, hubiera
volado eternamente sobre la superficie de las aguas si la piadosa doncella
Ilmatar no hubiera tenido la idea de sacar las rodillas y ofrecer en ellas un
descansadero al celestial peregrino.
El pájaro no fue
desagradecido, pues puso en el acto siete huevos: seis de oro y uno de hierro.
A los tres días sintió Ilmatar un calor en las rodillas como si se las
quemaran, hizo un movimiento y dejó caer en el mar los huevos, de los que salió
toda la creación.
Apenas creado el mundo,
apareció en él un hijo de Ilmatar, llamado Waeinaemoeinen, quien notando que la
creación estaba aún incompleta, se dedicó a perfeccionarla bajo la protección
de Ukko y Akka, con la ayuda de Pellervoinen, el dios del trabajo.
Así
se creó el mundo aquí en Suomi, dijo Ella Sahlberg. Todos admiraron la
encantadora belleza de la narración del Kalevala.
Luego,
Hanna nos habló de la eterna lucha entre el norte y el sur, entre el reino de
las tinieblas y el reino de la luz; entre Laponia, al norte y Finlandia, al
sur. Todos los combates entre Suomi y Laponia tenían un motivo central: la
conquista del molino de Sampo, símbolo de la felicidad. Hanna contó su historia
mientras el fuego de la chimenea jugaba con todos los tonos del rojo:
Ocurrió mucho después
de que el mundo surgiera. Pellervoinen creaba todo lo que el hombre necesitaba
para vivir; por el contrario,
Waeinaemoeinen entretenía sus ocios cantando.
Un interminable día,
bajo el sol de medianoche, un joven cantor llamado Joukahainen quiso competir
con Waeinaemoeinen, el héroe que, celoso de su arte, se había hecho viejo
maldiciendo al tiempo, porque era un engaño de los dioses, y cantando
eternamente a la orilla de un lago de agua dulce.
El héroe se dirigió al
joven y le preguntó qué sabía hacer.
-Sé que el respiradero
de las casas está en el tejado, y la lumbre en el hogar; también sé que los
lapones tienen renos, y que Imatra es la catarata más grande del país, de la
que nacen todos los colores con los que se adorna el mundo.
Así habló el joven.
- ¿Qué
más sabes hacer?, preguntó, burlón, el héroe.
-
También
sé que la serpiente no tiene patas, que el mejor remedio contra las enfermedades es el agua y que el primero y más grande médico es el Creador. Ante la simpleza del cantor
Joukahainen, el viejo y sabio Waeinaemoeinen se burló del joven. Este,
entonces, le atacó furioso.
La
historia crecía en interés como la llama al prender un tronco nuevo. Hanna se
triplicó: era, al mismo tiempo, el narrador, el joven cantor, cambiando a un
tono más agudo de la voz, y el héroe Waeinaemoeinen al que prestaba una voz más
grave.
Hanna
continuó entre la admiración de todos:
El
héroe derribó al joven y estuvo a punto
de matarlo, nada lograba aplacar su ira. El joven le ofreció su arco, pero
Waeinaemoeinen lo rechazó diciendo:
- Guárdatelo,
porque el arco no es leal. Cuando era árbol era amigo de los pájaros del
bosque, cuando se sintió arco los persiguió con su doblez.
Luego le ofreció un bote para
cruzar los lagos, y el héroe también lo rechazó; huyendo el joven gritaba: “Te
daré un corcel de guerra”, “te daré plata y oro”, “te daré todo cuanto tengo";
Waeinaemoeinen rechazaba todo cuanto le
ofrecía y se acercaba amenazante respondiendo: “Nada de eso me hace falta, yo
lo tengo mucho mejor”.
El último ofrecimiento logró salvar
la vida del joven Joukahainen:
-
Te
daré a mi hermana Aino, para que sea tu mujer; ella será tu compañera, te
amasará rico pan de miel, te limpiará la casa todas las mañanas y te hará la
cama todas las noches.
El héroe, entonces, se enterneció y
aceptó el ofrecimiento.
Cuando Aino supo que su hermano la
había prometido al viejo héroe, declaró que prefería habitar en lo más profundo
de los mares a pasar su juventud al lado de un viejo a quien nunca podría amar.
Dominada por esta idea se dirigió a una playa cercana en donde lloró toda la
noche; al amanecer, después de quitarse los vestidos, se arrojó al mar, entre
cuyas ondas desapareció para siempre.
En el sitio donde Aino desapareció
nacieron tres islitas, en cada islita tres árboles, y en cada árbol cantaban
tres cucos. Durante los tres meses de verano, en recuerdo de la joven que
dormía sola en el fondo del mar, un cuco cantaba: ¡amor!, ¡amor!; el segundo
cuco durante seis meses le cantaba al viejo pretendiente, que estaba sumido en
el más profundo dolor: ¡felicidad!, ¡felicidad!; el tercer cuco le cantaba al
pobre corazón de la madre de Aino: ¡alegría!, ¡alegría!
Este tercer cuco canta siempre.
Acabó
Hanna de contar su relato entre la admiración de todos. El viento azotaba las
paredes de la casa con el furioso látigo blanco de la nieve. Se condensaba el
tiempo…
¿Dónde
estará Sampo, Hanna? ¿En qué lugar se encuentra el viejo molino de la
felicidad?
Hanna se volvió hacia mí y me indicó que
comenzara mi relato. Les dije que antes del mismo les indicaría quién me lo
contó y dónde. ‘Ocurrió hace ya casi un año. Yo venía en tren desde San
Petersburgo para ocupar mi flamante cargo de cónsul de España en Finlandia.
Adormilado vi que entraba en el vagón un joven de unos veinte años, de estatura
media, de viva mirada, que a duras penas logró situar una pesada maleta encima
del asiento. El joven, al observar que llovía, dijo entre labios: “Jandulilla,
atana shitá”, luego saludó con un “masauljair, say yidi”.
Ya sabéis que mi gran afición es aprender
idiomas, y aunque los suelo aprender a salto de mata, recordé el mínimo
aprendizaje que había hecho del árabe y logré articular un “kaifaljal”. “Bijair
shucran”, respondió mi amable interlocutor. Comenzaba a perderme sin remedio en
el laberinto árabe, cuando recordé otra de las escasas 10 ó 12 frases que tenía
memorizadas: “¿Jal tatakallam al Ispanía?” Fue todo un consuelo oír que sí, que
hablaba español. Mi simpático e inteligente interlocutor, patinando sobre las
vocales, se presentó: “Ismi Said”; yo estreché su mano: “Mi nombre es Ángel,
tasharrafna”. Luego me habló de su país Lubnan, también nevado y rico como
Suomi.
Recordé con mi improvisado profesor todo el
rico refranero árabe, las letras solares y lunares de su alfabeto, algunas
expresiones que vagamente recordaba, mientras agitábamos las cabezas como
marineros borrachos. Lo que nunca entendí bien, le dije a Said Nayim, que así
se llamaba mi acompañante, es la exclamación ¡Ya lel!, que recuerdo que en la
gramática árabe traducían como ¡qué gusto! Al principio, Said Nayim Hasán, que
así se llamaba mi nuevo amigo, se resistía a resolver la duda, pero, por fin, me
contó la historia, que dice así:
Había una vez en las costas del mar
Arábigo dos hermanos pescadores, cuyo amor era tan grande, que se prometieron
no ir nunca con mujer alguna, para así no disminuir el fraternal lazo. Con esta
promesa, hecha en el barco sobre la lámina del mar y bajo la luna roja de
agosto, se selló el más grande amor fraternal que jamás vieron los tiempos,
incluso superior- decía con cierto sarcasmo, mi amigo “Feliz”- al de Caín y
Abel.
Y ocurrió que una noche cuando la luna creciente acunaba la barca en el
espejo del mar y mientras Leil (que en árabe significa noche) hacía guardia en
la cubierta del barco (Sihab dormía) el agua hirvió en espumas y del blanco
hervidero surgió Ain, la sirena. Ain le pidió a Leil que la acompañara a su
reino submarino y que se desposara con ella, ya que así conquistaría una eterna
felicidad azul. Leil relató entonces a Ain la historia de la promesa hecha a su
hermano Sihab, que en árabe es el nombre de una constelación de estrellas.
La
sirenita comprendió la sacrificada nobleza de Leil, y se zambulló en los fondos
marinos. Leil – que en árabe significa la noche – no dijo nada a Sihab, su
hermano.
La
segunda noche, Leil dormía y Sihab vigilaba en la cubierta del barco. La luna
creciente acunaba el barquito en el espejo del mar. De pronto el agua hirvió en
espumas y del blanco hervidero surgió Ain, la sirena. Ain pidió a Sihab, que en
árabe es el nombre de una constelación de estrellas, que la acompañara a su
reino submarino, que se desposara con ella, pues así gozaría la eterna felicidad
azul.
Y
Sihab que no era noble ni leal como su hermano Leil no contó a la sirenita la
promesa de amor fraterno y dijo inmediatamente que sí. Sin embargo, Ain, la
sirena, que había comprendido la deslealtad de Sihab, se zambulló en la estela
de plata con que la luna adornaba el mar, y desapareció.
Y
el mar de nuevo bamboleó la barca de Sihab y Leil y apareció la luna creciente
y meció la barquichuela en el espejo del mar. Sihab dormía, Leil vigilaba en la
cubierta del barco. De pronto el agua hirvió en espumas y del blanco hervidero
surgió Ain, la sirena. Ain, entonces, contó a Leil la deslealtad de Sihab y le
pidió que la acompañara a su reino submarino, que se desposara con ella y que
así conquistaría una eterna felicidad azul. Y Leil, que en árabe significa la
noche, se zambulló en el mar de la felicidad por la rendija de plata que la
luna había abierto en el agua…
Cuando
Sihab, al amanecer vio que su hermano Leil no estaba, lloró desconsolado y gritó al mar durante toda la eternidad: ¡Ya
Leil!, ¡mi hermano!; ¡Yaen!, ¡mi sirena!
Cuentan
los hombres del mar que en las noches de luna creciente, cuando el aire queda
encerrado en el paréntesis que forman la luna reflejada en el mar y la alta luna del
cielo, todavía puede oírse la eterna queja de Sihab, el hermano innoble, que
grita al mar y su voz se hace azul: ¡Yalel!, ¡Yaen!; ¡Yaaaleel!, ¡Yaaaeeen!...
¡Yaaaaaaaaleeeeeeel!, ¡Yaaaaaaaaaeeeeeeeeen!
Cuando mi amigo Said Nayim, que en árabe
significa Feliz Estrella, terminó la historia, el tren había entrado en tierras
finlandesas. Me dijo, además, que las canciones árabes solían comenzar por
Yalel-Yaen, prolongándose el doble grito durante quince minutos o más, antes de
empezar a cantar la canción. Con ello parecía excitarse la imaginación del
aturdido oyente que imaginaba la completa felicidad de la unión azul y la
desgracia sin límites del burlado Sihab.
La dulzura de la historia cautivó a mis
amigas. El fuego había consumido casi todos los troncos de leña. El viento
amenazaba fuera levantando oleadas de nieve.
Cuando me ennegrezco de tristeza, cuando la tristeza tizna mi alma de un negro pegajoso, asfáltico, siempre busco un recuerdo que me saque a flote del hundimiento en el mar oscuro. Ahora selecciono la tabla de salvación de Granada en el Hotel de los Siete Suelos de la Alhambra, en el banquete con el que mis amigos me homenajearon. Estuvieron Méndez Vellido, Miguel Gutiérrez, Rafael Gago Palomo, Francisco de Paula Valladar, Federico Albaladejo, Gabriel Ruiz de Almodóvar, Francisco Martínez Mesa, Elías Pelayo, Francisco Seco de Lucena, José Ruiz de Almodóvar, Diego Marín, Melchor Almagro y Nicolás María...
La comida homenaje fue pantagruélica. Yo que ya entonces me encontraba mal, acostumbrado a la cocina del Norte y a mi régimen vegetariano, no aguanté bien la comilona, pero sí el inmenso cariño de los míos. Desde entonces guardo detrás de la memoria la amistad de tan nobles granadinos y la enorme satisfacción de ver publicado el mismo día del homenaje el 'Idearium Español' en Granada, en mi Granada, a la que unos forajidos le taparon el río.
La idea de tapar un río no se le ha ocurrido a nadie más que a nosotros. El río suple con ventaja la ausencia de árboles, estrecha la calle y ofrece el espejo del agua para hacer doble el cielo. Yo conozco grandes ciudades atravesadas por pequeños y grandes ríos, desde el Sena, el Támesis, el Spree, hasta el humilde Manzanares, pero no he visto ríos cubiertos como nuestro Darro. Contra un pueblo que renuncia a ver el agua correr a sus pies, espejo del cielo que tiene sobre sus cabezas, no queda más remedio que echarse a llorar.
Bajo la noche inmensa, más inmensa sin ella, me he sentido arrojado del edén primero. Aquí en la sombra he soñado con un río. La noche ha sido larga, pero ya ha pasado.
Cuando me ennegrezco de tristeza, cuando la tristeza tizna mi alma de un negro pegajoso, asfáltico, siempre busco un recuerdo que me saque a flote del hundimiento en el mar oscuro. Ahora selecciono la tabla de salvación de Granada en el Hotel de los Siete Suelos de la Alhambra, en el banquete con el que mis amigos me homenajearon. Estuvieron Méndez Vellido, Miguel Gutiérrez, Rafael Gago Palomo, Francisco de Paula Valladar, Federico Albaladejo, Gabriel Ruiz de Almodóvar, Francisco Martínez Mesa, Elías Pelayo, Francisco Seco de Lucena, José Ruiz de Almodóvar, Diego Marín, Melchor Almagro y Nicolás María...
La comida homenaje fue pantagruélica. Yo que ya entonces me encontraba mal, acostumbrado a la cocina del Norte y a mi régimen vegetariano, no aguanté bien la comilona, pero sí el inmenso cariño de los míos. Desde entonces guardo detrás de la memoria la amistad de tan nobles granadinos y la enorme satisfacción de ver publicado el mismo día del homenaje el 'Idearium Español' en Granada, en mi Granada, a la que unos forajidos le taparon el río.
La idea de tapar un río no se le ha ocurrido a nadie más que a nosotros. El río suple con ventaja la ausencia de árboles, estrecha la calle y ofrece el espejo del agua para hacer doble el cielo. Yo conozco grandes ciudades atravesadas por pequeños y grandes ríos, desde el Sena, el Támesis, el Spree, hasta el humilde Manzanares, pero no he visto ríos cubiertos como nuestro Darro. Contra un pueblo que renuncia a ver el agua correr a sus pies, espejo del cielo que tiene sobre sus cabezas, no queda más remedio que echarse a llorar.
Bajo la noche inmensa, más inmensa sin ella, me he sentido arrojado del edén primero. Aquí en la sombra he soñado con un río. La noche ha sido larga, pero ya ha pasado.
Jandulilla, atana shitá: Bendito sea Dios que nos trae la lluvia.
ResponderEliminarMasauljair, say yidi: Buenas tardes, señor.
Kaifaljal: ¿Qué tal? / Hola
Bijair, shucran: Bien, gracias.
En Finlandia la costumbre obliga a sentarse en torno a una mesa amarilla si se quiere hablar de la muerte
ResponderEliminarLubnan: Líbano
ResponderEliminarLa farmacia Zambrano era la sucesora de la de Juan López Rubio; este farmacéutico onubense la adquirió en 1876. Se trató de un joven de Alájar que llegó a estudiar Farmacia a Granada en la cuarta promoción de la Facultad (1854-8); contrajo matrimonio con una hija de los banqueros Rodríguez-Acosta y se introdujo en el mundo de los negocios. Juan López Rubio fue uno de los promotores de la introducción del negocio del azúcar en Granada y, también, promotor de la construcción de la Gran Vía de Colón, a partir de 1895.
ResponderEliminarLópez Rubio adquirió la Botica del Carbón (así llamada por estar enfrente del Corral de Carbón, en la calle Mariana Pineda actual) en 1876. Entre 1856 y 1858 había sido embovedado el tramo del río Darro comprendido entre los puentes del Carmen (Ayuntamiento) y del Carbón, con lo cual quedó abierta la calle Méndez Núñez (actual Reyes Católicos). La nueva y ancha calle vio cómo todos los edificios que hasta entonces le daban la espalda, ahora comenzaban a ofrecer sus mejores fachadas a la nueva vía. El edificio fue construido por el maestro de obras Giménez Arévalo, amigo del farmacéutico-empresario y socio en los negocios y en la construcción de la Gran Vía.
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