Ganivet, el solitario de Brunnsparken
(Biografía novelada)
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Capítulo 2
Capítulo 2
Es ist neun Uhr. Son las nueve en punto. Sigo estudiando alemán. Es ya noche
cerrada. Una débil luz amarillenta ilumina el rótulo de la calle Taubenstrasse.
Pienso que todo mi oficio ha sido mirar sin comprender, juntar un montón de libros y malcomerlos; si acaso, llegar a intuir algo alguna vez. La trampa, estoy seguro, está en la palabra, es la palabra la que doma el pensamiento, es el bastón de la palabra el que sostiene, a duras penas, nuestra debilidad para comprender. Toda una vida repensada en seis horas, ¿qué mecanismo lo hizo posible?, ¿cómo se puede pensar en un día toda una vida?, ¿por qué la nostalgia?
Pienso que todo mi oficio ha sido mirar sin comprender, juntar un montón de libros y malcomerlos; si acaso, llegar a intuir algo alguna vez. La trampa, estoy seguro, está en la palabra, es la palabra la que doma el pensamiento, es el bastón de la palabra el que sostiene, a duras penas, nuestra debilidad para comprender. Toda una vida repensada en seis horas, ¿qué mecanismo lo hizo posible?, ¿cómo se puede pensar en un día toda una vida?, ¿por qué la nostalgia?
En la calle la
noche se alimenta de la blancura de la nieve que cae lenta. En mi pensamiento
Granada se viste de otoño: toda la gama del rojo, del ocre y del amarillo
aparece cuando septiembre sabe a majoletas, azofaifas, serbas, granadas,
membrillos y acerolas, que pintan un bodegón efímero en los tenderetes de lona
blanca en el Campillo, en la Carrera de la Virgen y frente al palacio de
Bibataubín. El membrillo perfuma el aire frío; las acerolas, azofaifas y
granadas son sólo gozos de la vista; las agridulces serbas enriquecen el blando
tacto antiguo. El punto rojo de las
majoletas cierra el primer párrafo del otoño.
Las granadas, gozos de la vista
Un doble
ofrecimiento, paralelo al de la tierra, muestran los dulces tenderetes de
sultanas, tortas de la Virgen, rosquillas de garbanzos, alpargatas, cordobesas y
la blanca ilusión hueca de los roscos de
Loja.
Todo tiene el
sabor cumplido del rito. El viento libre en la carrera solloza entre los
árboles. No pueden refrenarlo las enrojecidas manos del castaño de Indias, ni
aquietarlo los tilos.
Luego,
preparado el perfume, el color, el sabor, el olor y el nuevo tacto de las cosas,
la Virgen de las Angustias abre dolorosamente el tercer escenario del año. Los
horquilleros[1],
respetuosamente lujosos, craquean todo el temblor silencioso de la mano-hoja
mutilada en el suelo. Las autoridades, grillos mudos, desfilan embutidas en la
pequeña vanidad negra del frac. Interminables filas de mujeres y hombres
alumbran su propia tristeza con una vela. En mi pensamiento pasa la Virgen y se
calma el aire perfumado de nardos.
Por un momento
la noche se detuvo, aleteando sin avanzar como pájaro que flotase en el aire.
No avancé en el
conocimiento de mí al llegar a Madrid, aunque a pesar de las estrecheces
padecidas, Madrid fue siempre la casa encendida, el abrazo cordial, la amistad
y la alegría de vivir.
También en
Madrid conocí el amor que es una forma de triunfar sobre la muerte, aunque yo
siempre le mostré resistencia y preferí ser vencido por la innombrable que
triunfar de esa manera.
Declarar el
amor a alguien es demostrar nuestra pequeñez, nuestra insuficiencia, el
desconocimiento de uno mismo. El amor es siempre una deficiencia química que
nos hace querernos a nosotros mismos, porque, no quieras engañarte, nunca se
ama al otro. Cada uno de los enamorados ama la mejor idea que tiene de la
persona amada, sobre todo, cuando se
siente solo.
Además, amar a
otro es una demostración de incultura. Si conociéramos la bioquímica,
descubriríamos la reacción emocional de las insuficiencias. Se analizaría así,
desde la razón, la invalidez de los poetas, analfabetos químicos engañados por
la apariencia, sometidos por la tristeza de una reacción que desconocen,
cerebros esclavizados por la ignorancia.
Si fuéramos
realmente cultos, sobrarían los poetas, los religiosos y los filósofos
empeñados en saber por qué se nace, por qué se ama o por qué se muere. Si se
advierte la deficiencia, se corrige y en paz. Cuando el poeta ser
bioquímicamente ignorante y delicado advierta que “la tarde está triste”,
necesitará solamente tomarse una “contratristina” que ya habrán lanzado al
mercado los explotadores laboratorios de todo el mundo. Y si el filósofo se oprime,
se reprime, se exprime y se comprime en el insomnio trascendentalizado,
buscará, por ejemplo, la “transcendentamina” en cualquier botica del barrio. Y
si el religioso advierte una tarde que ha perdido la fe, buscará la solución
mágica de la “fidemina” después de consultar con un farmacéutico aparentemente sabihondo y
amable, monetarizado comerciante, a veces, sin muchos escrúpulos.
Así el agua del
sentimiento se amansará adormecida en la libertad de la química salvadora.
Desde la estabilidad proporcionada será preciso el profundo estudio de la
Física que nos llevará al descubrimiento del Ser Primero, porque detrás de la
Física se encuentra Dios. Si se estabilizan las reacciones químicas, se
acabarán las injusticias.
Hay que
instalarse en el mundo de la Física y en el de la Bioquímica y dejar el
sentimiento y el adorno ritual a un lado. La cultura debe ser científica, lo
otro es un adorno para pasar el tiempo rellenando un crucigrama.
Vemos que el
sol se mueve y que un bastón introducido en el agua se quiebra y que los
objetos que están fijos se mueven en sentido contrario del tren puesto en
marcha y que dos hileras de árboles paralelas se van juntando hasta tocarse los
extremos. Rectificamos todos estos errores vulgares porque conocemos las leyes
de la Óptica.
Así que para evitar engaños, sobre
todo los amorosos, tendríamos que ejercitar el ajna, el chacra del tercer ojo,
el nido instalado entre las cejas en el que se adormece el sexto sentido. Sólo
de esta forma evitaríamos la capacidad de producir razonadores engaños desde la
palabra.
En la atracción amorosa las anomalías
son inmensas, pero no se corrigen porque se desconoce la sensación pura y se
recurre a otras sensaciones que nos engañan aún más. Los cinco sentidos se
mezclan en una extraña y nunca bien explicada sinestesia. Que dos bichos tan
distintos se vuelvan locos el uno por el otro, más que una extraña confusión de
sensaciones, es un milagro. A veces, una necesidad.
Resulta estúpido pensar que hay quien
se enamora de una mujer oliéndola, gustándola, viéndola, oyéndola o palpándola.
Así ocurre que hay quien se enamora
de una mujer por ir bien perfumada, pero eso no es más que la agradable sensación
del perfume, no la de la fémina. No te vas a casar con un perfume, digo yo.
A veces el engaño viene del sabor. Si
la beso y sabe a miel y el aire se vuelve dulzón, tendría que casarme con las
abejas que la fabricaron: una picante y rumorosa poligamia.
Si su arquitectura es hermosa y sus
caderas soportan un espectacular edificio, sería preferible ir a Santiago de
Compostela y contemplar el Pórtico de la Gloria.
Si la toco y
encuentro fina y sedosa su piel, me figuro que estoy acariciando a una gata.
Y si la oigo hablar, puede que se
despierte en mí el eco lejano de una interiorizada sonata de Mozart, mezcla de
violín y piano.
Todo esto mezclado y agitado en la
coctelera de una noche cuando las imperfecciones se disimulan hasta que nuestras miserias se van a dormir, acaban por
convencerte de que te acabas de enamorar, y no es eso. Es miel y caricia de
gata y arquitectura y perfume y sonata de otoño y ruido de hojas que el viento
libre en la llanura empuja de un lado a otro.
Yo no quiero labios de fresa, sino
sólo labios; y no deseo tocar la suavidad de una mano, deseo tocar un misterio.
Amar es sentir el temblor, la
sacudida, el estertor que se palpa cuando un tren se cruza con otro en una estación
de no se sabe dónde en medio de ningún sitio. La espera es angustiosa: pasan los
segundos, los minutos, las horas, casi media vida… De pronto un vendaval, una
imprecisa luz en las ventanillas del tren que pasa, y tú te agitas en tu tren
interno, en el yo que siempre te acompaña y tiemblas y te agitas y te sofocas y
enmudeces. Dos químicas afines se han acercado y un dolor de siglos te empuja
hacia el abismo.
El hipotálamo ha desatado un terremoto de hormonas en la hipófisis y un desconcertante estertor se agita en la base del cerebro. Todo se reduce al imparable poder de las feromonas, que te dejan estaqueado[2] en mitad de la nada. En ese momento te das cuenta de que te acaban de apuñalar con un dolor extraño, un extraño dolor que alguien trajo de no se sabe dónde a esta rara granja azul en medio del universo en la que los experimentos con nosotros, pobres terrícolas, nunca se acaban. Las demás sensaciones poco o nada tienen que ver con el amor.
El hipotálamo ha desatado un terremoto de hormonas en la hipófisis y un desconcertante estertor se agita en la base del cerebro. Todo se reduce al imparable poder de las feromonas, que te dejan estaqueado[2] en mitad de la nada. En ese momento te das cuenta de que te acaban de apuñalar con un dolor extraño, un extraño dolor que alguien trajo de no se sabe dónde a esta rara granja azul en medio del universo en la que los experimentos con nosotros, pobres terrícolas, nunca se acaban. Las demás sensaciones poco o nada tienen que ver con el amor.
Yo siempre he huido del amor como el
gran obstáculo que al final acabaría conmigo. Huí de él mientras pude, hasta que
alguien, no se sabe quién, decidió que una noche de carnaval fuéramos a un
baile de máscaras.
Eran las doce en el reloj de la Gobernación
cuando volvimos a la calle del Arenal, cerca de la Puerta del Sol, a recoger
las provisiones para ir al teatro. Ya en la Zarzuela, después de dejar en el
palco las botellas y paquetes de fiambres, cada uno se desparramó por el amplio
salón. En el centro de la sala hormigueaba la concurrencia más inquieta. En la
torre de Babel, supongo que el espectáculo fue algo parecido. Se mezclaban
músicas, voces, gritos. Las conversaciones se entrecortaban, se solapaban, se
diluían en sonidos incomprensibles como silbantes serpientes: El que tú y yo conocemos está en chirona, ¿cómo se habrá atrevido a robar si no era autoridad?... si estás
pensando en tus juegos, no adelantemos nada… en la estación advirtió que
faltaban dos minutos… no te fíes de ese ni un pelo, ya sabes… cuidado, un
momento, cuidado… que mancho… ¡quién lo iba a decir! …
con mi imprudencia la asusté, venía desprevenida… Lo que yo te diga, ese, un
idiota... Han acabado por cerrar la cueva de Alí Babá, ya no caben. Dicen que los laboratorios crean los enfermos
y que mueven mucho más dinero que las fábricas de armamentos. Pues oye, aquí
sólo se bautiza el que tiene padrino…
Puerta del Sol de Madrid
Todo mezclado en el mortero festivo,
el puré de ruidos flotaba por encima de nuestras cabezas. Sólo quedaba el
ulular de nada acompasado con un cierto eco extraño, mezcla
de sonidos silbantes y oscuros que te sofocaban, te crispaban, te ensordecían, te aturdían con un continuo ssssssssssssssssssssssssssssssssssssszuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.
Había más hombres que mujeres, y como
sólo estas iban disfrazadas, predominaba en el baile el tono oscuro de la ropa
masculina.
Al entrar vi a seis máscaras que
estaban sentadas enfrente de mi palco. Todas iban encapuchadas de negro, con
vivos rojos, como una bandada de pájaros o como personas de una misma familia.
Unas antes, otras después, iban
saliendo a bailar cuando las invitaban; luego volvían a sentarse en los mismos
sitios, en los que quedaban siempre dos de los rojinegros pájaros. Advertí que
quienes cuidaban el nido eran siempre las mismas.
Deduje que las seis eran de la misma
familia, que las dos que permanecían sentadas eran madre e hija y, estaba claro
que la más espigada tenía que ser la hija.
Me acerqué a ver si mis deducciones
eran ciertas, las miré a los ojos y comprobé que, efectivamente, había menos
brillo en los de la más baja; así que me dirigí a la más alta y delgada:
-
¿Quiere
bailar?
-
Gracias,
estoy fatigada.
-
¿Cómo
fatigada si no ha bailado ni una sola vez?
Me senté a su lado. La encapuchada,
falsamente agria, dijo:
-
Le
advierto a usted que esa butaca está ocupada.
-
Ya
lo sé. Cuando llegue el ocupante, me voy y en paz.
- ¿Qué
mal hay en que yo insista una y diez veces para que usted baile conmigo?
-
¿Nada
menos que diez veces va usted a insistir?
- Diez
no, porque usted no es capaz de negarse nueve veces. Ya sé que no ha querido
bailar con nadie, tampoco yo he venido a bailar; y ahora que me acuerdo… ni
siquiera sé bailar. Con los pies lo más que he conseguido ha sido andar. Si da
un paseo conmigo por la sala, le haré a usted una pregunta que me interesa
mucho.
- Mamá,
preguntó la máscara, ¿quieres que dé una vuelta y vuelvo enseguida?
-
Bueno,
pero no tardes.
La vieja echaba pólvora por los ojos, no perdía detalle. Yo que había observado que los pájaros rojinegros bailaban con soltura afrocubana, desplazando el hombro hacia atrás, las muñecas adelantadas y sueltas y el paso caminado moviendo cadenciosamente las caderas y su alegre soniquete al hablar, le dije con total seguridad:
- Tu acento es español, casi andaluz, pero yo diría que eres cubana. Tienes el tipo acabado de una criolla: el trigo requemado de tu carne y tu mirar de sombra me saben a ron, a tambor de cuero y madera, a verdes mañanas de cocos, a caña dulce y a plata quieta del mar de Cuba.
Di mi
brazo a la máscara, que apoyó en él apenas la mano y nos perdimos,
rumorosamente arrastrados, por entre la corriente de danzantes. En la calle, la
luna ponía en un rectángulo de cielo la coma de las esperas.
Sabe
usted que he salido a pasear porque me ha extrañado que quisiera bailar sin
saber mover un pie, dijo la máscara.
-
El
pretexto del baile era sólo para acercarme a usted.
-
¿Y
cómo sin conocerme deseaba usted hablar conmigo?
- Porque
yo ya la conozco espiritualmente y sé cómo es su rostro y su cuerpo.
-
¿Es
usted adivino?, ¿cómo se ha figurado que soy?
En el
tablero empedrado de la calle, el juego del galanteo era una perfecta partida
de ajedrez entre dos inteligencias parecidas mientras el viento de febrero
peinaba nuestras cabezas con sus manos.
El
cómo se ha figurado usted que soy había quedado en el aire. Yo le dije que
tenía los ojos grandísimos y negros y que el antifaz la desfavorecía porque
ocultaba lo mejor que había en su rostro. Arriesgué un poco más y le dije a la
bella máscara:
-
Puede
que hasta sepa su nombre. Una mujer digna de ser amada debe llamarse Amanda,
Amalia, Amada, Amor o Amelia. Observé la reacción de la damita y descubrí que
el último nombre era el suyo.
-
¿Amelia,
quiere usted subir conmigo?
Mientras subíamos las escaleras del
piso alquilado en el que vivía, la máscara me preguntó:
-
¿Es
usted marino?
- No, no soy marino, contesté sonriente
porque me agradó la perspicacia con la que la mascarita había notado mi aire
rudo e insociable. La miré fijamente y le susurré al oído: ´No, no soy marino,
pero sé que en tus ojos está toda la mar´…
Pasamos juntos la noche. A las cuatro de la madrugada nos despertaron las campanadas de un reloj cercano. Amelia al darse cuenta de que su familia se habría marchado ya del baile, se quedó conmigo hasta el amanecer. Desde entonces la consideré mi mujer.
Pasamos juntos la noche. A las cuatro de la madrugada nos despertaron las campanadas de un reloj cercano. Amelia al darse cuenta de que su familia se habría marchado ya del baile, se quedó conmigo hasta el amanecer. Desde entonces la consideré mi mujer.
Retrato de Amelia Roldán en la Galería Nyblin de Riga
El profundo sentido del
amor y la muerte encarnados por la máscara de ojos profundos, inmensos, se me
reveló aquella noche, 13 de febrero de 1891.
En septiembre le conté
a mi madre la aventura con Amelia. Le dije que había estado a punto de echarme
novia y que me había salvado milagrosamente, que la individua en cuestión no
tenía nada de particular salvo las manos.
Lo que no le conté fue
que desde entonces viví con Amelia y sus cinco acompañantes enmascarados, que
ni siquiera tenían la inutilidad de los charcos del suelo. Y no se lo conté
porque seguro que me habría dicho: “Ángel, que no te isabeleen”. Ella ignora
que a mí ahora sólo me isabelea mi Isabel[3].
Amelia Roldán fue mi
destino, el tren violento que en la noche provocó el temblor, el vendaval, el
estertor, la sacudida, ya para siempre.
Calle Oficios en Granada. Al fondo la Capilla Real
en donde está la tumba de los Reyes Católicos
[1]
Horquilleros . Es voz de Granada, en donde hay un cuerpo de ´Caballeros Horquilleros
de Nuestra Señora de las Angustias´. Llevan los varales del palio que precede a
la imagen en la procesión.
[2]
Estaquear. ´Torturar a alguien amarrando sus extremidades con tiras de cuero´.
[3]
Expresión granadina que se remonta a los Reyes Católicos. Nadie cuestionaba que
era la reina Isabel la que siempre se
imponía en sus decisiones sobre las del rey Fernando. Es decir, a mí sólo me
maneja mi mujer.
A pesar de las estrecheces padecidas, Madrid fue la casa siempre encendida, el abrazo cordial, la amistad y la alegría de vivir.
ResponderEliminarEl capítulo 2 es una meditación ganivetiana sobre el amor y otras soledades.
ResponderEliminarAmar es sentir el temblor, la sacudida, el estertor que se palpa cuando dos trenes se cruzan en una estación de no se sabe dónde en medio de ningún sitio.
ResponderEliminarEl amor es siempre una deficiencia química que nos hace querernos a nosotros mismos, porque, no quieras engañarte, nunca se ama al otro. Cada uno de los enamorados ama la mejor idea que tiene de la persona amada, sobre todo, cuando se siente solo.
ResponderEliminarMi madre me habría dicho: "Ángel, que no te isabeleen". Ignora que a mí ahora sólo me isabelea mi Isabel.
ResponderEliminarAmar es sentir el temblor, la sacudida, el estertor que se palpa cuando un tren se cruza con otro en una estación de no se sabe dónde en medio de ningún sitio.
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