lunes, 24 de octubre de 2016

Capítulo 2 -Son las nueve en punto. Ya es noche cerrada.




    Ganivet, el solitario de Brunnsparken
(Biografía novelada)
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Capítulo 2


Es ist neun Uhr. Son las nueve en punto. Sigo estudiando alemán. Es ya noche cerrada. Una débil luz amarillenta ilumina el rótulo de la calle Taubenstrasse. 

Pienso que todo mi oficio ha sido mirar sin comprender, juntar un montón de libros y malcomerlos; si acaso, llegar a intuir algo alguna vez. La trampa, estoy seguro, está en la palabra, es la palabra la que doma el pensamiento, es el bastón de la palabra el que sostiene, a duras penas, nuestra debilidad para comprender. Toda una vida repensada en seis horas, ¿qué mecanismo lo hizo posible?, ¿cómo se puede pensar en un día toda una vida?, ¿por qué la nostalgia?

         En la calle la noche se alimenta de la blancura de la nieve que cae lenta. En mi pensamiento Granada se viste de otoño: toda la gama del rojo, del ocre y del amarillo aparece cuando septiembre sabe a majoletas, azofaifas, serbas, granadas, membrillos y acerolas, que pintan un bodegón efímero en los tenderetes de lona blanca en el Campillo, en la Carrera de la Virgen y frente al palacio de Bibataubín. El membrillo perfuma el aire frío; las acerolas, azofaifas y granadas son sólo gozos de la vista; las agridulces serbas enriquecen el blando tacto antiguo.  El punto rojo de las majoletas cierra el primer párrafo del otoño.


                             Las granadas, gozos de la vista

           Un doble ofrecimiento, paralelo al de la tierra, muestran los dulces tenderetes de sultanas, tortas de la Virgen, rosquillas de garbanzos, alpargatas, cordobesas y la blanca ilusión hueca de los  roscos de Loja.

         Todo tiene el sabor cumplido del rito. El viento libre en la carrera solloza entre los árboles. No pueden refrenarlo las enrojecidas manos del castaño de Indias, ni aquietarlo los tilos.

         Luego, preparado el perfume, el color, el sabor, el olor y el nuevo tacto de las cosas, la Virgen de las Angustias abre dolorosamente el tercer escenario del año. Los horquilleros[1], respetuosamente lujosos, craquean todo el temblor silencioso de la mano-hoja mutilada en el suelo. Las autoridades, grillos mudos, desfilan embutidas en la pequeña vanidad negra del frac. Interminables filas de mujeres y hombres alumbran su propia tristeza con una vela. En mi pensamiento pasa la Virgen y se calma el aire perfumado de nardos.

         Por un momento la noche se detuvo, aleteando sin avanzar como pájaro que flotase en el aire.

         No avancé en el conocimiento de mí al llegar a Madrid, aunque a pesar de las estrecheces padecidas, Madrid fue siempre la casa encendida, el abrazo cordial, la amistad y la alegría de vivir.

          También en Madrid conocí el amor que es una forma de triunfar sobre la muerte, aunque yo siempre le mostré resistencia y preferí ser vencido por la innombrable que triunfar de esa manera.

         Declarar el amor a alguien es demostrar nuestra pequeñez, nuestra insuficiencia, el desconocimiento de uno mismo. El amor es siempre una deficiencia química que nos hace querernos a nosotros mismos, porque, no quieras engañarte, nunca se ama al otro. Cada uno de los enamorados ama la mejor idea que tiene de la persona amada, sobre todo,  cuando se siente solo.

       Además, amar a otro es una demostración de incultura. Si conociéramos la bioquímica, descubriríamos la reacción emocional de las insuficiencias. Se analizaría así, desde la razón, la invalidez de los poetas, analfabetos químicos engañados por la apariencia, sometidos por la tristeza de una reacción que desconocen, cerebros esclavizados por la ignorancia.

         Si fuéramos realmente cultos, sobrarían los poetas, los religiosos y los filósofos empeñados en saber por qué se nace, por qué se ama o por qué se muere. Si se advierte la deficiencia, se corrige y en paz. Cuando el poeta ser bioquímicamente ignorante y delicado advierta que “la tarde está triste”, necesitará solamente tomarse una “contratristina” que ya habrán lanzado al mercado los explotadores laboratorios de todo el mundo. Y si el filósofo se oprime, se reprime, se exprime y se comprime en el insomnio trascendentalizado, buscará, por ejemplo, la “transcendentamina” en cualquier botica del barrio. Y si el religioso advierte una tarde que ha perdido la fe, buscará la solución mágica de la “fidemina” después de consultar con un  farmacéutico aparentemente sabihondo y amable, monetarizado   comerciante, a veces, sin muchos escrúpulos.

         Así el agua del sentimiento se amansará adormecida en la libertad de la química salvadora. Desde la estabilidad proporcionada será preciso el profundo estudio de la Física que nos llevará al descubrimiento del Ser Primero, porque detrás de la Física se encuentra Dios. Si se estabilizan las reacciones químicas, se acabarán las injusticias.

         Hay que instalarse en el mundo de la Física y en el de la Bioquímica y dejar el sentimiento y el adorno ritual a un lado. La cultura debe ser científica, lo otro es un adorno para pasar el tiempo rellenando un crucigrama.

        Vemos que el sol se mueve y que un bastón introducido en el agua se quiebra y que los objetos que están fijos se mueven en sentido contrario del tren puesto en marcha y que dos hileras de árboles paralelas se van juntando hasta tocarse los extremos. Rectificamos todos estos errores vulgares porque conocemos las leyes de la Óptica.

Así que para evitar engaños, sobre todo los amorosos, tendríamos que ejercitar el ajna, el chacra del tercer ojo, el nido instalado entre las cejas en el que se adormece el sexto sentido. Sólo de esta forma evitaríamos la capacidad de producir razonadores engaños desde la palabra.

En la atracción amorosa las anomalías son inmensas, pero no se corrigen porque se desconoce la sensación pura y se recurre a otras sensaciones que nos engañan aún más. Los cinco sentidos se mezclan en una extraña y nunca bien explicada sinestesia. Que dos bichos tan distintos se vuelvan locos el uno por el otro, más que una extraña confusión de sensaciones, es un milagro. A veces, una necesidad.

Resulta estúpido pensar que hay quien se enamora de una mujer oliéndola, gustándola, viéndola, oyéndola o palpándola.

Así ocurre que hay quien se enamora de una mujer por ir bien perfumada, pero eso no es más que la agradable sensación del perfume, no la de la fémina. No te vas a casar con un perfume, digo yo.

A veces el engaño viene del sabor. Si la beso y sabe a miel y el aire se vuelve dulzón, tendría que casarme con las abejas que la fabricaron: una picante y rumorosa poligamia.

Si su arquitectura es hermosa y sus caderas soportan un espectacular edificio, sería preferible ir a Santiago de Compostela y contemplar el Pórtico de la Gloria.

     Si la toco y encuentro fina y sedosa su piel, me figuro que estoy acariciando a una gata.

Y si la oigo hablar, puede que se despierte en mí el eco lejano de una interiorizada sonata de Mozart, mezcla de violín y piano.

Todo esto mezclado y agitado en la coctelera de una noche cuando las imperfecciones se disimulan hasta que nuestras miserias se van a dormir, acaban por convencerte de que te acabas de enamorar, y no es eso. Es miel y caricia de gata y arquitectura y perfume y sonata de otoño y ruido de hojas que el viento libre en la llanura empuja de un lado a otro.

Yo no quiero labios de fresa, sino sólo labios; y no deseo tocar la suavidad de una mano, deseo tocar un misterio.

Amar es sentir el temblor, la sacudida, el estertor que se palpa cuando un tren se cruza  con otro en una estación de no se sabe dónde en medio de ningún sitio. La espera es angustiosa: pasan los segundos, los minutos, las horas, casi media vida… De pronto un vendaval, una imprecisa luz en las ventanillas del tren que pasa, y tú te agitas en tu tren interno, en el yo que siempre te acompaña y tiemblas y te agitas y te sofocas y enmudeces. Dos químicas afines se han acercado y un dolor de siglos te empuja hacia el abismo.

        El hipotálamo ha desatado un terremoto de hormonas en la hipófisis y un desconcertante estertor se agita en la base del cerebro. Todo se reduce al imparable poder de las feromonas, que te dejan estaqueado[2] en mitad de la nada. En ese momento te das cuenta de que te acaban de apuñalar con un dolor extraño, un extraño dolor que alguien trajo de no se sabe dónde a esta rara granja azul en medio del universo en la que los experimentos con nosotros, pobres terrícolas, nunca se acaban.  Las demás sensaciones poco o nada tienen que ver con el amor.

Yo siempre he huido del amor como el gran obstáculo que al final acabaría conmigo. Huí de él mientras pude, hasta que alguien, no se sabe quién, decidió que una noche de carnaval fuéramos a un baile de máscaras.

Eran las doce en el reloj de la Gobernación cuando volvimos a la calle del Arenal, cerca de la Puerta del Sol, a recoger las provisiones para ir al teatro. Ya en la Zarzuela, después de dejar en el palco las botellas y paquetes de fiambres, cada uno se desparramó por el amplio salón. En el centro de la sala hormigueaba la concurrencia más inquieta. En la torre de Babel, supongo que el espectáculo fue algo parecido. Se mezclaban músicas, voces, gritos. Las conversaciones se entrecortaban, se solapaban, se diluían en sonidos incomprensibles como silbantes serpientes: El que tú y yo conocemos está en chirona, ¿cómo se habrá atrevido a robar si no era autoridad?... si estás pensando en tus juegos, no adelantemos nada… en la estación advirtió que faltaban dos minutos… no te fíes de ese ni un pelo, ya sabes… cuidado, un momento, cuidado… que mancho… ¡quién lo iba a decir! … con mi imprudencia la asusté, venía desprevenida… Lo que yo te diga, ese, un idiota... Han acabado por cerrar la cueva de Alí Babá, ya no caben.  Dicen que los laboratorios crean los enfermos y que mueven mucho más dinero que las fábricas de armamentos. Pues oye, aquí sólo se bautiza el que tiene padrino…


Puerta del Sol de Madrid

Todo mezclado en el mortero festivo, el puré de ruidos flotaba por encima de nuestras cabezas. Sólo quedaba el ulular de nada acompasado con un cierto eco extraño, mezcla de sonidos silbantes y oscuros que te sofocaban, te crispaban, te ensordecían, te aturdían  con un continuo ssssssssssssssssssssssssssssssssssssszuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.

Había más hombres que mujeres, y como sólo estas iban disfrazadas, predominaba en el baile el tono oscuro de la ropa masculina.

Al entrar vi a seis máscaras que estaban sentadas enfrente de mi palco. Todas iban encapuchadas de negro, con vivos rojos, como una bandada de pájaros o como personas de una misma familia.

Unas antes, otras después, iban saliendo a bailar cuando las invitaban; luego volvían a sentarse en los mismos sitios, en los que quedaban siempre dos de los rojinegros pájaros. Advertí que quienes cuidaban el nido eran siempre las mismas.

Deduje que las seis eran de la misma familia, que las dos que permanecían sentadas eran madre e hija y, estaba claro que la más espigada tenía que ser la hija.

Me acerqué a ver si mis deducciones eran ciertas, las miré a los ojos y comprobé que, efectivamente, había menos brillo en los de la más baja; así que me dirigí a la más alta y delgada:

-         ¿Quiere bailar?
-         Gracias, estoy fatigada.
-         ¿Cómo fatigada si no ha bailado ni una sola vez?

Me senté a su lado. La encapuchada, falsamente agria, dijo:
-         Le advierto a usted que esa butaca está ocupada.
-         Ya lo sé. Cuando llegue el ocupante, me voy y en paz.
-     ¿Qué mal hay en que yo insista una y diez veces para que usted baile conmigo?
-         ¿Nada menos que diez veces va usted a insistir?
-      Diez no, porque usted no es capaz de negarse nueve veces. Ya sé que no ha querido bailar con nadie, tampoco yo he venido a bailar; y ahora que me acuerdo… ni siquiera sé bailar. Con los pies lo más que he conseguido ha sido andar. Si da un paseo conmigo por la sala, le haré a usted una pregunta que me interesa mucho.
-      Mamá, preguntó la máscara, ¿quieres que dé una vuelta y vuelvo enseguida?
-         Bueno, pero no tardes.

La vieja echaba pólvora por los ojos, no perdía detalle. Yo que había observado que los pájaros rojinegros bailaban con soltura afrocubana, desplazando el hombro hacia atrás, las muñecas adelantadas y sueltas y el paso caminado moviendo cadenciosamente las caderas y su alegre soniquete al hablar, le dije con total seguridad:


-         Tu acento es español, casi andaluz, pero yo diría que eres cubana. Tienes el tipo acabado de una criolla: el trigo requemado de tu carne y tu mirar de sombra me saben a ron, a tambor de cuero y madera, a verdes mañanas de cocos, a caña dulce y a plata quieta del mar de Cuba.


       Di mi brazo a la máscara, que apoyó en él apenas la mano y nos perdimos, rumorosamente arrastrados, por entre la corriente de danzantes. En la calle, la luna ponía en un rectángulo de cielo la coma de las esperas.

        Sabe usted que he salido a pasear porque me ha extrañado que quisiera bailar sin saber mover un pie, dijo la máscara.

-         El pretexto del baile era sólo para acercarme a usted.
-         ¿Y cómo sin conocerme deseaba usted hablar conmigo?
-         Porque yo ya la conozco espiritualmente y sé cómo es su rostro y su cuerpo.
-         ¿Es usted adivino?, ¿cómo se ha figurado que soy?


     En el tablero empedrado de la calle, el juego del galanteo era una perfecta partida de ajedrez entre dos inteligencias parecidas mientras el viento de febrero peinaba nuestras cabezas con sus manos.

      El cómo se ha figurado usted que soy había quedado en el aire. Yo le dije que tenía los ojos grandísimos y negros y que el antifaz la desfavorecía porque ocultaba lo mejor que había en su rostro. Arriesgué un poco más y le dije a la bella máscara:

-         Puede que hasta sepa su nombre. Una mujer digna de ser amada debe llamarse Amanda, Amalia, Amada, Amor o Amelia. Observé la reacción de la damita y descubrí que el último nombre era el suyo.

-         ¿Amelia, quiere usted subir conmigo?

     Mientras subíamos las escaleras del piso alquilado en el que vivía, la máscara me preguntó:

-         ¿Es usted marino?

- No, no soy marino, contesté sonriente porque me agradó la perspicacia con la que la mascarita había notado mi aire rudo e insociable. La miré fijamente y le susurré al oído: ´No, no soy marino, pero sé que en tus ojos está toda la mar´…

    Pasamos juntos la noche. A las cuatro de la madrugada nos despertaron las campanadas de un reloj cercano. Amelia al darse cuenta de que su familia se habría marchado ya del baile, se quedó conmigo hasta el amanecer. Desde entonces la consideré mi mujer.



Retrato de Amelia Roldán en la Galería Nyblin de Riga 


El profundo sentido del amor y la muerte encarnados por la máscara de ojos profundos, inmensos, se me reveló aquella noche, 13 de febrero de 1891.

En septiembre le conté a mi madre la aventura con Amelia. Le dije que había estado a punto de echarme novia y que me había salvado milagrosamente, que la individua en cuestión no tenía nada de particular salvo las manos.
  
Lo que no le conté fue que desde entonces viví con Amelia y sus cinco acompañantes enmascarados, que ni siquiera tenían la inutilidad de los charcos del suelo. Y no se lo conté porque seguro que me habría dicho: “Ángel, que no te isabeleen”. Ella ignora que a mí ahora sólo me isabelea mi Isabel[3].

Amelia Roldán fue mi destino, el tren violento que en la noche provocó el temblor, el vendaval, el estertor, la sacudida, ya para siempre.



Calle Oficios en Granada. Al fondo la Capilla Real
en donde está la tumba de los Reyes Católicos





[1] Horquilleros . Es voz de Granada, en donde hay un cuerpo de ´Caballeros Horquilleros de Nuestra Señora de las Angustias´. Llevan los varales del palio que precede a la imagen en la procesión.
[2] Estaquear. ´Torturar a alguien amarrando sus extremidades con tiras de cuero´.
[3] Expresión granadina que se remonta a los Reyes Católicos. Nadie cuestionaba que era  la reina Isabel la que siempre se imponía en sus decisiones sobre las del rey Fernando. Es decir, a mí sólo me maneja mi mujer.

6 comentarios:

  1. A pesar de las estrecheces padecidas, Madrid fue la casa siempre encendida, el abrazo cordial, la amistad y la alegría de vivir.

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  2. El capítulo 2 es una meditación ganivetiana sobre el amor y otras soledades.

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  3. Amar es sentir el temblor, la sacudida, el estertor que se palpa cuando dos trenes se cruzan en una estación de no se sabe dónde en medio de ningún sitio.

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  4. El amor es siempre una deficiencia química que nos hace querernos a nosotros mismos, porque, no quieras engañarte, nunca se ama al otro. Cada uno de los enamorados ama la mejor idea que tiene de la persona amada, sobre todo, cuando se siente solo.

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  5. Mi madre me habría dicho: "Ángel, que no te isabeleen". Ignora que a mí ahora sólo me isabelea mi Isabel.

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  6. Amar es sentir el temblor, la sacudida, el estertor que se palpa cuando un tren se cruza con otro en una estación de no se sabe dónde en medio de ningún sitio.

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