miércoles, 31 de enero de 2018

Capítulo 8. El hundimiento del Maine











Son las doce de la mañana en Hagemberg. Un golpe de viento en la ventana me saca de mis negras cavilaciones. No hubo 'Operación Werther'. Todo es producto de mi debilidad nerviosa. Amelia llegará a las cuatro.

     Me encuentro mal, algo en mi interior se hace añicos como si una bola negra estallase dentro de mí y me inundara por entero de tristeza. No es justo que un hombre se rompa a los treinta y tres años. No es justo que un lento proceso de preparación a la vida se quiebre en un segundo. No es justo, no es mínimamente justo que todo un acto de querer ser se parta y un triste muñeco inerte sustituya a un hombre.

     Pasa por mi mente todo lo vivido. Recuerdo mi examen de ingreso en  el Instituto General y Técnico de Granada. Fue en junio de 1880. Yo ya tenía quince años, pues un accidente jugando con mis primos al intentar subirme a una caballería desde la higuera del huerto del molino dio conmigo en tierra y me fracturé la pierna de una manera bestial. Todavía guardo en una cajita de acero los trozos de hueso que salieron fuera. Los llevo siempre como amuleto. Estuvieron a punto de cortarme la pierna, pero me negué. Mi fuerza de voluntad hizo que me recuperara casi por completo después de arrastrarme cuatro años por la casa.

     La recuperación fue lenta. El médico le recomendó a mi madre que me llevara a un balneario. Fuimos primero a Carratraca, un pueblo pequeño cerca de Antequera en la provincia de Málaga. Después cambiamos y estuvimos en el balneario de Frailes, de aguas termales sulfuradocálcicas, en la provincia de Jaén. Por fin, definitivamente, cada año nos instalábamos en Jabalcuz, a unos cinco kilómetros de Jaén entre los ríos Guadalbullón y Salado, un rincón deliciosamente abrigado por el azul y el violeta de las montañas..

     El viaje desde Granada a Jaén era penosísimo, vueltas y revueltas entre los puertos de montaña: Zegrí, Onítar y Carretero.  Desde Jaén a Jabalcuz, no más de media hora. El balneario estaba ahogado entre montes. La llegada al mismo la anunciaba una doble hilera de casas con ventanas y puertas de color verde, vigilantes en la curva de entrada, guardia de honor para quienes arrastrando achaques acudíamos puntualmente al arrullo del agua termal.

     Nuestra primera llegada al "monte de la jara" fue en septiembre. Una tarde oscura, de nubes negras que ocultaban intermitentemente el sol, una tarde de candilazos, hasta que se nubló completamente y comenzó a llover. El azul eléctrico de la tormenta iluminaba amenazante la pequeñez del balneario; el trueno se multiplicaba tableteando entre las montañas; llovía, sin embargo, dulcemente sobre los castaños, los nogales, los pinos y los álamos del parque.

     Subimos a la casa que mi madre había alquilado: una casona con dos plantas en la que sólo dos habitaciones estaban amuebladas. En mi habitación, ancha, luminosa, con vistas al parque y al sendero que venía de la montaña, había una cama, una mesilla de noche, un palanganero de hierro con su jofaina, y un armario. En el armario se balanceaban los esqueletos de alambre de las perchas. Los cajones de abajo estaban forrados con amarillentos periódicos del color del olvido, en los que una llave mohosa - perfecto símbolo del misterio inútil - había manchado la cara del general Pavía. Mientras me agaché para curiosear la vieja noticia, el armario crujió y se me vino lentamente encima abriendo las amenazantes manos de las puertas como si se dispusiera a soltarme dos guantazos. Quedé atrapado como grillo en cajita de betún. Cuando pude escapar de la trampa de madera, mi madre, que había oído el porrazo, reía en la puerta de la habitación. De manera que con verdad puedo decir que el primer día en el balneario quedé doblemente atrapado por Jabalcuz.

     Al amanecer del día siguiente fuimos a las termas. Bajamos por el sendero que unía la casona con el resto de las instalaciones. El suelo, resbaladizo por la lluvia, estaba cubierto por las monedas de plata de los álamos. El balneario está metido entre las montañas. Después de atravesar solemnemente la entrada sobre la que se dibujaban unas letras grandes, TERMAS DE JABALCUZ, recorrimos un pasillo alicatado de blanco, con bañeras a uno y otro lado, hasta llegar , bajando por unas escaleras, a la piscina. En el silencio húmedo se oía bullir el agua; el vaho caliente se extendía como niebla desdibujando las figuras, distanciándolas, prestándoles momentáneamente cierto inquietante misterio. El penetrante olor a azufre hacía asfixiante los primeros momentos. Luego, el cuerpo, amnióticamente nostálgico, se integraba en el agua templada, adormecido entre las burbujas que surtían del fondo.

     A los dos días de estar en la mágica montaña, mi espíritu era otro. El aire puro, el baño en las termas, los largos paseos hasta la cima del cerro más cercano - ilusión de alpinista, conquistar la nada - me abrían el apetito de manera que ya no había forma de cerrarlo: antes de reventar la yema de un huevo, ya me había comido entera una hogaza de pan.

     Tardaba mucho tiempo en romper el sol el cascarón del cielo. Cada día, al amanecer, quebraba la gasa de la neblina la lechera que sendereaba melodiosamente la montaña haciendo sonar la lata, que servía de medida, contra la cántara de latón. Desde mi balcón la lechera era una figurilla del belén de la montaña, una serie interminable de matrioskas que se ocultaban en sí mismas agigantándose en el camino. La matrioskada lechera acostumbraba a regalarnos un buen puñado de almendras, que arrojaba en el poyete de piedra del zaguán con una explosión  jubilosa.

    Después del desayuno paseábamos hasta el parque por la orilla de la carretera en donde destacaban las flores de color rosa púrpura de las malvas y el cohombrillo amargo servía de refugio a las hormigas; las verdolagas extendían por el suelo sus hojas en forma de espátula; el hinojo se alzaba brillante, mecido en la brisa, sobre las estrellas azules de las borrajas y las bellas flores de embudo de la correhuela. Escapando de la prisión de la cuneta, los "vulanicos" del diente de león cruzaban la carretera con el primer soplo de viento.

     El parque ocupaba un ancho vallecillo, limitado en su extremo superior por un bosque de pinos. Un camino bordeado de escaramujos entre los álamos desembocaba en una soberbia escalera de mármol que se abría en dos hacia una amplia explanada florentina, cuyo centro ocupaba una fuente circular en la que el niño de la espina intentaba en vano librarse de su agudo dolor de siglos. Embalsamaba el aire un perfume pequeño que sabía a jazmín.

     Atravesábamos el renacentista escenario y bajábamos hasta lo más profundo del parque en donde los madroños rojoamarillentos ponían la nota patriótica agitándose en el silencio oscuro, roto sólo por el crujir de  las hojas secas.

     Nos acercábamos a la fuente, guiados por el dulce murmullo del agua que se volvía muy blanca al caer por un pequeño desnivel que la depositaba amorosamente en un riachuelo. El agua cálida ponía un guante tibio a nuestras manos enrojecidas por el frío de la mañana.

     Volvíamos a la tibia piscina acompañados del olor fuerte y pesado del yezgo. Después preparábamos la comida delante de la casona. Algunas tardes iba a cazar con el guarda del parque por los cerros cercanos perfumados de tomillo, romero y poleo.

     Al anochecer, cuando la moneda de oro de la luna llena resbalaba por el falso cartón de la montaña, buscaba la esperanza de las puertas verdes de la casona. ¡ El silencio era tan grande, que se oían pasar las nubes!

     Jabalcuz, ahora, en la distancia, es un recuerdo dulce que me sabe a mermecinas y a cáliz de celinda.

      Cuando me recuperé del accidente, trabajé como escribiente en la notaría de don Abelardo Martínez Contreras en la calle Recogidas. Fue Francisco Guerrero, oficial de dicha notaría, quien aconsejó a mi madre que iniciara mis estudios.

     Todo me fue bien en el instituto y guardo un especial cariño a todos los que contribuyeron a mi formación: a mis amigos Gómez Moreno y Paco Seco de Lucena y a mis profesores que siempre me consideraron, en ocasiones más de lo debido, muy bien. La solemnidad me ponía muy nervioso y me provocaba ataques de risa: ver a un catedrático explicando desde su elevado sitial y saltar yo a reír, por dentro o por fuera, constituía mi debilidad.

     Fui matrícula en todas las asignaturas del bachillerato. Recuerdo con especial cariño a don Rafael García Álvarez, a don Joaquín Delgado, profesor de Francés, y al profesor de Retórica don Joaquín María de los Reyes y García Romero, con quien no me porté excesivamente bien.

    Don Joaquín María nos mandó componer una décima. Para dicho trabajo nos había facilitado las terminaciones que rimaban en consonante; se reducía todo a un trabajo de relleno. Al día siguiente no se reveló ningún poeta. Yo, retraído, respondí a don Joaquín María cuando me preguntó: 'Para decir tonterías en verso, mejor es escribir prosa o no escribir ni prosa ni verso que es lo que yo hago'.

     Volví al instituto, cursando ya Filosofía y Derecho, para hacer dos cursos de alemán. Terminé Filosofía en Granada y Derecho en Madrid, en donde conseguí el doctorado. Luego, unas oposiciones al Cuerpo de Archiveros y más tarde, suspendida la oposición a la Cátedra de Griego de la Universidad de Granada, oposité al Cuerpo Consular.

     Así de sencillo suelen contar los demás la vida ajena. Nunca nadie hablará de las tediosas tardes, de las interminables noches, del arrastrarse de pensión en pensión, desconocido, anónimo. Nadie hablará de la monotonía sublimada de los inmensos días, de las esperanzas rotas, del encauzar la libertad de una vida en asfixiantes, trágicas por injustas, enervantes preparaciones de oposición en Madrid, en donde las muchachas de talle de avispa y mangas de jamón cantaban habaneras con un fondo permanente de organillos.

     Luego toda la soledad del mundo se hizo mía y fui solo en Amberes y estuve solo en Berlín y solo permanecí en Könisberg y seguí, íngrimamente solo, con la mente en la más absoluta soledad en Brunnsparken, fantasma de mí mismo, recluido en el infierno helado de Helsingfors, y ahora sigo solo, estoy solo, solo, solo, persiguiendo un ocaso , un poco de sombra en la raya del horizonte muy cerca ya de contemplar la más absoluta soledad aquí en Riga...

     Cuando a mi llegada a Riga acudí al Consulado, para visitar a Von Brück y hacerme cargo de mi gris ocupación, me irrité profundamente. En el Düna Zeitung leí las contrarias opiniones a España. La crítica era feroz, nos daban por vencidos antes de tiempo, como si quisieran cobrarse una vieja y antigua deuda con quienes soberbiamente habían dominado el mundo, siempre hay una memoria colectiva que no perdona.

     El líder insurrecto Calixto García se presentaba a la opinión pública como víctima del general Weiler, mezclándose razones y pretextos, hechos reales y fantasías tendenciosas que remueven los posos de la clásica leyenda negra. no es fácil saber el  lugar que corresponde a Weiler en una escala de dureza, ni tampoco afirmar, sin muchas matizaciones, que las guerras coloniales puedan ser dirigidas por hombres de benigna condición.

     Estados Unidos, con los pueblos libres del mundo, ese era el indignante titular. El subtítulo insistía  La opinión pública estadounidense se pronuncia violentamente en contra de España.

     Todos sabíamos que la voladura del acorazado norteamericano 'Maine', ocurrida a las 9:40 de la noche del 15 de febrero de 1898 en la bahía de La Habana era el pretexto de los "liberadores" para recolonizar la colonia, una vez conseguida la independencia de España. El Maine que se encontraba fondeado en la bahía desde el 25 de enero y que había llegado a La Habana a petición de Míster Lee, cónsul de Estados Unidos en la capital cubana, fue el pretexto para la intervención del gobierno norteamericano. Fue una campaña perfectamente orquestada por los mangantes (magnates, quiero decir) de la prensa estadounidense William R. Hearst y Joseph Pulitzer, propietario del periódico 'The World'.

     Con doscientos sesenta y seis muertos pagaron los "libertadores" el precio de la colonia. ¡Dios mío, cuánto desprecio por las personas! ¿A nadie le importa la dignidad del hombre?

     La prensa española tampoco estuvo demasiado prudente. Leí los periódicos que me mandaron desde Granada:

     Que el Maine se hundió en los mares,
     que hizo ¡patapún!
     Bien están con los atunes...
     esos pedazos de atún.

     Claro que nada es sorprendente: ni el ataque de la prensa nórdica contra España, ni la ramplonería de la prensa española. En los periódicos españoles y más en los de provincias no se encuentra más que ordinariez, parecen  hechos por jornaleros que manejan la pluma como un escardador el almocafre, para ganar el pan y nada más. Feliciano Miranda, mi amigo de la Cofradía, decía que hasta los muertos en accidente tenían que informar al responsable de la sección si querían aparecer como noticia.

     Los titulares de la prensa española también eran gloriosos:
     Frente al vacío y a la corrupción norteamericana, las virtudes de la raza española triunfarán.
     Los voluntarios españoles, ansiosos de desplumar al águila americana.

     Perdido el rumbo, cualquier idiotez puede servir y cualquier idiota nos puede guiar a la ruina espiritual so pretexto de que los hombres no caminan en ninguna dirección y que hace falta que venga de vez en cuando un genio que los guíe. Es probable que quien tal crea piense ser él mismo el genio predestinado a guiar a sus semejantes como se lleva un puñado de ovejas. A tan insigne mentecato habría que decirle que no conoce a sus semejantes, que los hombres que creen haber guiado a otros hombres no han guiado más que cuerpos de hombres.

     La talla de nuestros dirigentes políicos deja más que desear que la de nuestra prensa. Nuestra política consiste sólo en ir tirando, aunque sea con vilipendio. Al final, si las cosas salen mal, se limitan a gritar como gritaba don Quijote con arrogancia: No por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.

     Si preguntamos a un obrero de la ciudad qué opinión  tiene sobre los hombres y las cosas de España, sobre partidos, grupos y banderías, contesta invariablemente que todos son lo mismo y todos creen que es un escéptico , que está desengañado. ¡Grave error! Es que no se ha enterado todavía.

     Lo de los malos gobiernos es una vulgaridad cómoda para salir del paso. En todas partes hay buenos y malos gobiernos y en nuestra patria son malos, pero no los peores. Ocurre que nadie puede convencer a nadie, pues todo español tiene su propia Constitución en la que aparece un solo artículo en el que claramente se dice: "Este español hace lo que le da la gana".

       Si se hace esta misma pregunta a un trabajador del campo, no contesta nada y aquí se piensa que no se ha enterado de lo que pasa; pero tampoco es exacto, la verdad rigurosa es que no se ha enterado ni quiere enterarse. Si os tomáis la molestia de leer en sus ojos, veréis en ellos la soberbia frase del cínico Diógenes al emperador Alejandro: Apártate que me dé el sol.

     Y es que el pueblo oye decir que hay constituciones y leyes que no ha leído porque tiene la fortuna  de no saber leer y oye también decir que esas constituciones y leyes le han garantizado todos los derechos inherentes a la vida de los hombres libres y después ve que en cuanto ocurre algo gordo se suspenden todas esas garantías, y dice: ¿Conque todo eso no sirve más que cuando no sirve para nada? Sabe el pueblo que existe un parlamento y ve que cuando llega el momento crítico se cierra para desembarazar al Poder Ejecutivo, y dice: ¿Conque no sirve más que para las cosas menudas?

     Y continúa arraigada en el pueblo la convicción de que si llegamos a vernos enfrente de un verdadero peligro, habrá que derribarlo todo como una decoración de teatro y quedarnos en pelo como nos quedamos en 1808.

     Ese es el sentimiento popular y esa es la parte flaca de nuestro sistema político que, en justicia, procede lealmente al suplir con su acción la inacción popular. Bien es verdad que nuestros hombres pierden el culo por un escaño. Yo he oído a un congresista español lamentarse de que a España, es decir, a él, no le hubiesen dado más representación que una cuarta secretaría; y lo digo para que conste que hay ya españoles que se descuernan por ser secretarios cuartos de una mesa.

     Ocurre que hay dos grandes fuerzas de España: la que tira para atrás y la que corre hacia delante. Van dislocadas por no querer entenderse y de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto.

 

     

13 comentarios:

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  2. جابلز (yabal) ´monte´ الكوز (alkuz) ´de la jara´

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  3. Mermecina es un andalucismo recogido por Alcalá Venceslada en su diccionario del habla andaluza. En el diccionario de la Real Academia Española se encuentra como almeza y almecina.

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  4. Don Rafael García Álvarez y don Joaquín María de los Reyes y García Romero dirigieron la institución alternándose en diferentes periodos de la historia del mismo. El primero era uno de los principales dirigentes de la masonería granadina con el nombre de Buda. El segundo era canónico de la Catedral de Granada.

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  5. La voladura provocada del "Maine" a las 9:40 de la noche del 15 de febrero de 1898, en la bahía de La Habana, fue el pretexto de los EE. UU. para recolonizar la colonia, una vez conseguida la independencia de España.

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  6. Ocurre que hay dos grandes fuerzas en España: la que tira para atrás y la que corre hacia delante. Van dislocadas por no querer entenderse y de esta discordia se aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto.

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  7. En 1898, el gobierno y la opinión pública de EE.UU. culparon a España de la destrucción del acorazado MAINE. Utilizaron el hundimiento del acorazado como 'casus belli', como detonante de la guerra entre España y EE.UU., declarada el 25 de abril de 1898.

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  8. La violenta explosión del Maine ocurrida el 15 de febrero de 1898 en la bahía de La Habana fue utilizada por EE.UU. Los magnates de la prensa, William R. Hearts y Joseph Pulitzer, director del periódico neoyorkino "The World" se ocuparon de impulsar la campaña de difamación contra Espña.

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  9. El titular del periódico "The World" decía:
    MAINE EXPLOSION CAUSED BY BOMB OR TORPEDO. Posteriormente convino culpar a España del accidente ¿provocado? en el acorazado.

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  10. Ganivet no estuvo en Jabalcuz. El recuerdo personal de mi estancia en la termas sirve para poder ambientar la presencia real, cierta, del escritor granadino en los balnearios de Frailes(Jaén) y Carratraca (Málaga)

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  11. La talla de nuestros dirigentes políticos deja más que desear que la de nuestra prensa.Nuestra política consiste sólo en ir tirando. Al final, si las cosas salen mal,se limitan a gritar como gritaba Don Quijote orgulloso: "No por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido.

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  12. En Madrid las muchachas en flor, con talles de avispa y mangas de jamón, cantaban habaneras con un fondo permanente de organillos.

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  13. Se acentúa el adverbio 'sólo' para distinguirlo del adjetivo 'solo' Creemos que la Ortografía de la RAE no ha estado acertada en la supresión de la tilde del adverbio. Sería inexplicable para el lector una oración del tipo: "Sólo tomaba café solo", si la tilde se suprime pues confundiríamos el solamente con el estar solo.

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